Dos amigos se acaban de trasladar a Zaragoza huyendo de un matrimonio fracasado. El protagonista se reboza en su propia autocompasión mientras su amigo Jacobo empieza a tener un miedo atroz, casi irracional, pero que tenía alguna justificación porque un día aparece muerto.
En la contraportada nos lo venden como un thriller de muerto encontrado investigación y mujeres misteriosas y fatales y es que no. EL 80% de la novela son reflexiones del protagonista aderezadas de miradas al río desde el puente, mucha depresión, abundancia de referencias a escritores y mucho de gustar escucharse a uno mismo.
Ojo, que Carlos Castán escribe muy bien y la prosa es excelente, pero a mí tanto decir pobrecito de mí lo desgraciado que soy con lo mucho que leo me ha resultado cansino. Uno se pregunta ¿Es que el autor no sabe meterle chicha al texto? Y sí que sabe, porque las páginas finales sí que tienen trama, sí que hay thriller (sin despegarse del gusto por el lenguaje) y me han resultado muy interesantes. Si toda la novela hubiera sido así, excelente. Por desgracia sólo es el final.
Se deja leer.
[…]deteniéndome en las mismas tumbas que me habían atraído la primera vez que pisé ese lugar unos cuantos años atrás: las de Duras, Cortázar, Vallejo, Baudelaire, y esta vez añadí a mi breve ruta un par de sepulturas a las que antes no había hecho demasiado caso y me detuve también ante la de Serge Gainsbourg, llena de flores, cigarrillos deshechos por el agua, notas manuscritas y bote-llines de licor, y la de Jean Seberg, la cazadora solitaria, que logró al fin su lugar bajo la tierra fúnebre al octavo intento. Ponerme en cuclillas frente a cada una de ellas, acariciar con la punta de los dedos las losas mojadas como si del mármol pudiera emerger algo parecido a una respuesta, indagar vagamente sobre el sentido, y volverme a preguntar por qué hasta mis deseos más hondos, por más que vayan acompañados de urgencia, rabia o torbellino, toman cuerpo siempre entre signos de interrogación. Sentir el perfume de las rosas negras, de pétalos gigantes que no sé reconocer, todo el dolor tendido ahí, en el verdadero centro del mundo, alrededor de los apreses, bajo la nieve, bajo la piedra, bajo todos los pasos, bajo todo.
Que París no era más que un bulevar de sombras, eso musitaba Moustaki al adolescente que fui desde un radiocasete a pilas de plástico rojo, tumbado en la cama, en la época en que las ciudades del mundo se iban formando en mi cabeza por primera vez, con sus puentes y sus escondites y sus torres, a partir de cuatro fotografías halladas al azar y toneladas de música. Y eso exactamente, bulevares de sombras, fueron para mí las calles hasta llegar al puente de Mirabeau. No sabía por cuál de los dos lados se había arrojado Paul Celan la noche del 19 al 20 de abril de 1970, de manera que decidí uno de forma aleatoria y estuve un buen rato allí mirando el agua. Nunca creí en la tradicional metáfora que compara la vida con un río que nos lleva, más bien me parece que si el tiempo nos empuja lo hace a la vez que nos traspasa, nos desgasta, nos transforma de arriba abajo. No se trata de que, tal como ya somos, la corriente se limite a cambiarnos de lugar, cada minuto más cerca del mar o de la muerte. Si no hay cómo escapar de las horas y los días, del mañana ni del pasado, es porque el ayer nos ha deformado, eso es todo; ha llegado a traspasarnos de parte a parte dejando en nuestro interior su impronta de calamidad y cansancio. Mentiría si dijera que mis pasos me habían conducido hasta aquel puente azarosamente. Asomarme por esa barandilla había sido el motivo principal de mi viaje a París. Por alcanzar o fabricar ese instante había cruzado los Pirineos dos días atrás y había tomado en Pau un tren de alta velocidad, sólo con la intención de quedarme mirando un buen rato cómo el agua se introducía por los ojos del puente para perderse a mis espaldas camino del océano.
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