Boris Vian. El lobo hombre.

abril 10, 2012

Boris Vian, El lobo hombre
Bruguera, 1985. 190 páginas.
Tit. Or. Le loup-garou. Trad. José-Benito Alique.

Empecé con mal pie con Boris Vian, que no tardó en convertirse en uno de mis escritores preferidos. Mis continuos traslados de libros sacaron este ejemplar de las alturas y lo aparté para releerlo por enésima vez. Contiene los relatos siguientes:

El lobo-hombre
Un corazón de oro
Las murallas del Sur
El amor es ciego
Martin me telefoneó
Marseille comenzaba a despertar
Los perros, el deseo y la muerte
Los hay con mala suerte
Una triste historia
El pensador
Fiesta en casa de Leobille
El mirón
El peligro de los clásicos

Aunque el más famoso sea el primero, sobre un lobo que se convierte en hombre al ser mordido por el mago del Siam (y hay canción), para mí es un placer leer El amor es ciego (Extracto al final y completo aquí: El amor es ciego). Pero el libro no se agota aquí, Martin me telefoneó es una crónica de lo que puede haber vivido el autor como músico de Jazz, Las murallas del Sur debe ser una caricatura de algún amigo suyo, pasado por el tamiz del surrealismo, algo que alcanza cotas oníricas en otros relatos de la antología.

Para mí, uno de los autores imprescindibles.

Calificación: Excelente.

Un día, un libro (223/365)

Extracto:
El cinco de agosto, a las ocho, la calígine cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración, y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca. Parecía, por otra parte, vigorosamente teñida de azul.
Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco centímetros del suelo, por lo que los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el número 22 de la calle Saint-Braquemart, dejó caer la.llave en el momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entreí las que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer, y se pudo encontrar la llave, pero no al bebé que, impaciente por escapar del biberón y por conocer los serenos placeres del matrimonio y del asentamiento de cabeza, prefirió largarse al amparo del meteoro. Mil trescientas sesenta y dos llaves y catorce perros se extraviaron, de tal manera, durante la primera mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se volvieron majaras y se fueron a cazar.
La niebla se hacinaba en densidades considerables en la parte baja de las calles en pendiente y en los hondones. Formando alargadas flechas, se colaba por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así, invadió los túneles del metro, que dejó de funcionar cuando la lechosa marea alcanzó el nivel de los semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de descolgarse y, en el exterior, de rodillas para abajo todo era oscuridad blanquecina.
Creyéndose favorecidos, los de los barrios altos embromaban a los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos se encontraban reconciliados y pudiendo golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las habitaciones respectivas. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones más elevadas. Y si el cimbanillo de la torre fue lo último en desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabó por sumergirlo, a fin de cuentas, por entero.
II
Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas ho’ras. Como saliese de una tajada considerablemente seria, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho más que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una
manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los párpados cerrados. Con mano torpe, buscó el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo sólo le aclaró hasta cierto punto.
Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor, Orvert Latuile reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño; Pero el amparo de aquella calígine caída sobre todas las cosas como el manto de Noé sobre Noé, o como la miseria sobre el mísero mundo, o como el velo de Tanit sobre Salambó, o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de tal esfuerzo. Además, la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada. Para empezar, Orvert barrió de su ánimo todos los problemas y decidió actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, algunos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y éstos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.
—Dios mío —dijo para sí—, qué cosa extraña esta calina.

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