Dirty Works, 2021. 288 páginas.
Tit. or. Mothers, tell you doughters. Trad. Tomás González Cobos.
Incluye los siguientes relatos:
Despeinadas
Casa de juegos
Cuéntate
El Mayor Espectáculo del Planeta, 1982: Lo que estaba
Mi perro Roscoe
Madres, avisad a vuestras hijas
El dolor de mi hermana
Una multitud de pecados
A ti, como mujer
Hijas del reino animal
Un lugar cálido
Mi dicha matrimonial
Prueba de sangre, 1999
Hijos de Transilvania, 1983
Desastres naturales
El fruto del papayo
Mujeres protagonistas de la pesadilla americana, la que no sale en las películas y que te hace pensar en lo jodido que debe ser la pobreza en una de las naciones más poderosas del mundo. Ni siquiera hay una red familiar de apoyo porque los parientes solo aparecen si hay una herencia que repartir.
Embarazos adolescentes que hunden una vida que no tenía demasiado futuro, mujeres solitarias que han sacrificado su vida para nada, un amor que ni está ni se le espera, porque cuando aparece es solo un espejismo. Cuéntate y El mayor espectáculo del planeta son tristísimos (y no es que los otros sean demasiado alegres). Tan sólo en el último hay algo parecido a la esperanza, en una mujer sexagenaria con una vida de trabajo contínuo que encuentra un instante de felicidad.
En dos relatos aparece la anécdota de alguien que cuida a un enfermo de cáncer y, cuando el enfermo se cura, abandona a la pareja y se va a vivir la vida. Ese acto de egoísmo debe estar basado en alguna historia personal, y es también un ejemplo del comportamiento de muchos de los personajes que pueblan estos relatos. Gente que sólo mira su satisfacción personal inmediata.
Muy bueno.
Siempre me ha dado vergüenza desnudarme delante de JC y nunca hago el amor con él si no me he duchado y lavado los dientes.
-Después de borrar las fotos, bajé y volví a ponerte la maldita ropa. Y no es que me ayudaras mucho. Fue como vestir a un cadáver. Antes prefiero a una niña que se retuerce como una culebra. Al principio me sentí mal por ti, pero luego me cabreé. Desapareció algo de dinero y marihuana mientras estaba vistiéndote. Quizá tienes que beber menos, Janie.
Ahora me duele tanto el brazo que no lo soporto. Debería hacer algo. Algo que lo cambiara todo. Levantarme y gritar, imitar el sonido atronador y chirriante del taladro. Dejar de beber, de una vez, ahora mismo. O tal vez mañana. Ir a urgencias a que me vean el brazo. Pero no me gusta montar una escena por algo sin importancia, y esto tiene que ser algo sin importancia. Estoy esperando a que llegue el final del chiste, el momento en que se revele que todo es una broma de Steve. Cuando se levanta para acostar a Pinky, me hago un ovillo y me quedo dormida en el sofá mientras oigo los murmullos de mi hermano contándole un cuento.
Me despierto más tarde con el sonido de un llanto solitario que parece el mío, pero viene de la habitación de Pinky. La casita está a oscuras salvo por la luz de la televisión, que tiene el volumen bajado. Me palpita el brazo y, cuando me pongo de pie, me inunda una oleada de dolor y vuelvo a oler la grasa de las salchichas. Steve ha dejado una nota en la encimera en la que dice que ha salido a buscar zumo para el desayuno de mañana y que volverá enseguida. La habitación de Pinky huele a talco para bebés, a algún tipo de ambientador y a orina; me oriento para llegar hasta ella por el brillo de una lamparilla con forma de conejo rosa. La niña deja de llorar cuando la saco de su cama cuna. Por suerte, se aferra a mi hombro como un bebé chimpancé, porque apenas tengo fuerza en el brazo palpitante. Con delicadeza, me paso a Pinky a la otra cadera y la llevo al baño, le aliso el camisón bajo el trasero y la coloco en el lavabo. Cuando enciendo la luz, se activa el extractor y Pinky se frota los ojos. La pequeñez de sus puños me provoca melancolía. Me pregunto si Steve conocerá a otra i Inca o si volverá con la Perra para tener otro bebé y darle a Pinky mi hermano o una hermana. Steve me ha dicho que alguna vez le I ,listaría que yo tuviera una hija para que Pinky tenga una prima ion quien jugar y así no esté sola cuando sea mayor. Yo habría i stado perdida si no hubiera tenido a Steve.
Cuando me toco la marca roja en el brazo, pienso que va a salir sangre, pero solo está un poco hinchado. Haciendo equilibrios con Pinky en un brazo frente al lavabo, rebusco en el botiquín de Steve. Al acercar un frasco a la luz, veo que las dos pastillas que contiene son de Vicodin, aunque el frasco dice prednisona. Seguramente Steve las esconde para que no las vea la madre de Pinky. Cuando me echo en la mano una pastilla, con una V impresa, Pinky estira un brazo para agarrarla, así que me la trago a toda prisa.
-¿Qué hostias pasa? -dice Steve desde la puerta del baño, con la cara brillante de sudor.
No lo he oído entrar. Hay veces en que se mezclan la hostilidad y el buen humor en el cáracter de Steve, sobre todo cuando está drogado, y normalmente soy capaz de inclinarlo hacia el buen humor. Pero en este momento, mientras su cuerpo irradia calor y humedad, en este pequeño baño de paredes alicatadas, no me siento capaz de influir en el humor de nadie.
-Estaba llorando, así que fui a verla.
-No tienes que ir a verla cada vez que llora. A veces llora mientras duerme.
Los movimientos de mi hermano parecen torpes, pero no creo que se haya drogado tan tarde por la noche, así que tal vez la torpeza esté en mí. Sus hombros anchos llenan la puerta del baño y parece enorme a nuestro lado. Una palabra suya habría parado a esos tipos junto a las peonías, lo que sea que estuvieran haciendo conmigo. Si es que estaban haciendo algo.
-Pensé que quizá tuviera miedo -digo.
-Será que ha sentido que me he ido -dice Steve, suavizando el tono-. Tenemos un vínculo muy fuerte, Pinky y yo.
No hay comentarios