Ediciones Orbis, 1986. 224 páginas.
Tit. Or. Night walk. Trad. José María Aroca.
Bob Shaw es conocido por su invención del vidrio lento, un concepto en mi opinión sobrevalorado. Pero es el autor de la desternillante ¿Quién anda ahí?, novela que no me canso de releer y siempre consigue hacerme reir. También es conocida su trilogía de los astronautas harapientos.
Periplo nocturno fue su primera novela, y no está nada mal para empezar. Un espía terrestre se ve acorralado en el planeta Emm Lutero -regido por un gobierno ultrareligioso-. En su mente está uno de los secretos más importantes del universo: la posición de un planeta completamente habitable. La humanidad se ha esparcido por el cosmos, pero el viaje intergaláctico sólo puede hacerse a través de unos portales que pasan por el espacio cero, cuya geometría nadie ha conseguido descifrar salvo por ensayo y error. Al capturarlo uno de sus perseguidores lo deja ciego y es encarcelado. Su fuga parece completamente imposible, a menos que…
Me ha recordado -vagamente- a Tigre, tigre, también hay una sorpresa final que puede cambiar el mundo. Novela de entretenimiento, bien escrita, con tecnología quizás inverosímil pero que no defrauda. A veces es más placentero una obra menor redonda que una obra maestra fallida. Éste es uno de esos casos.
Reto 2008: Irlanda.
Escuchando: Mama Cita. Blonde Redhead.
Extracto:[-]
Tallon abrió los ojos. La habitación estaba llena de hombres con los uniformes grises de la fuerza de seguridad civil P.S.E.L. Portaban pequeñas armas, la mayoría de ellas con las embocaduras en forma de abanico de las pistolas-avispa, pero Tallon vio varias bocas circulares pertenecientes a un tipo de arma más tradicional. Los rostros de aquellos hombres reflejaban diversión y desden, y algunos de ellos aparecían marcados aún con leves líneas sonrosadas dejadas por las máscaras que les protegían del gas psiconeural. Su estómago eructaba ruidosamente con cada movimiento respiratorio, pero Tallon encontró la náusea física insignificante comparada con el torbellino emocional que todavía sacudía sus sentidos. El shock físico estaba mezclado con una insoportable sensación de ultraje, de haber sido invadido, abierto en canal y clavado a la mesa de disección como un ejemplar de laboratorio. Myra, amor mío… lo siento. Oh, bastardos, sonrientes y asquerosos…
Se tensó por un instante, dispuesto a saltar hacia adelante, y luego se dio cuenta de que estaba reaccionando tal como se esperaba que lo hiciera. Por eso habían utilizado un derivado del LSD en vez de un simple gas anestesiante. Tallon se obligó a sí mismo a relajarse; podía encajar todo lo que Kreuger, Cherkassky o Zepperitz pudieran darle, y lo demostraría. Viviría, en un razonable estado de salud, aunque sólo fuera para leer todos los libros de la biblioteca de alguna prisión.
—Muy bien, Tallon —dijo una voz—. El autocontrol es muy importante en su profesión.
El que había hablado se situó en el campo visual de Tallon. Era un hombre enjuto, de rostro chupado, que llevaba la chaqueta negra y la golilla blanca de un funcionario del gobierno de Emm Lutero. Tallon reconoció el afilado rostro, el cuello verticalmente arrugado y la incongruente ondulada cabellera de Lorin Cherkassky, número dos en la jerarquía de los servicios de seguridad.
Tallon asintió impasiblemente.
— Buenas tardes. Me preguntaba…
—Hágale callar —interrumpió un rubio de hombros muy anchos que llevaba los galones de sargento.
—No se preocupe, sargento —dijo Cherkassky, haciendo señal al joven para que se apartara—. No debemos desalentar al señor Tallon si desea mostrarse comunicativo. Durante los próximos días tendrá que contarnos un montón de cosas.
—Me alegrará contarles todo lo que sé, desde luego —dijo Tallon rápidamente—. ¿De qué serviría tratar de ocultarlo?— ¡Exactamente! —La voz de Cherkassky fue un excitado aullido, que le recordó a Tallon la notoria inestabilidad del hombre-. ¿De qué serviría? Me satisface que lo vea de ese modo. Ahora, señor Tallon, ¿contestará a una pregunta inmediatamente?
— ¿De qué se trata? Sí.
Cherkassky se dirigió hacia la cómoda, moviendo la cabeza sobre el largo cuello como un pavo real a cada paso, y sacó la vacía pistola automática de uno de los cajones.
— ¿Dónde está la munición para esta arma?
—Allí. La tiré al cubo de la basura.
—Comprendo —dijo Cherkassky, agachándose para recuperar el cargador—. La ocultó usted en el cubo de la basura.
Tallon se removió en su asiento, inquieto. La cosa era demasiado infantil para ser cierta.
—La tiré al cubo de la basura. No la quería. No quería causar problemas —afirmó, sin levantar la voz.
Cherkassky asintió con una sonrisa.
—Eso es lo que yo diría si estuviera en su situación. Sí, es casi lo mejor que podría decir—. Deslizó el cargador en la culata de la pistola y se la entregó al sargento—. No pierda esto, sargento. Es una prueba.
Tallon abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla bruscamente. El mismo infantilismo de los procedimientos era una parte importante de la técnica. No hay nada más irritante, más frustatorio, que verse obligado a actuar como un adulto mientras todo el mundo a nuestro alrededor se comporta con una malicia juvenil. Pero él lo encajaría todo sin derrumbarse.
Siguió un largo silencio durante el cual Cherkassky le observó atentamente. Tallon permaneció completamente inmóvil, tratando de rechazar las ráfagas de brillantes recuerdos que le asaltaban ocasionalmente, imágenes de Myra llena de vida, con su piel blanca y sus ojos color whisky. Adquirió consciencia de los barrotes del asiento hundiéndose en la parte posterior de sus piernas, y se preguntó si cualquier movimiento por su parte provocaría el impacto múltiple de una pistola-avispa. La mayoría de las autoridades la consideraban como un arma humanitaria, pero Tallon había interceptado en cierta ocasión y accidentalmente una carga entera de los diminutos dardos llenos de droga, y la subsiguiente parálisis le había causado treinta minutos de agonía.
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