RBA, 2006. 225 páginas.
Soy de una ciudad que podría pasar por pueblo grande. Cuando gente de Barcelona pondera la solidaridad de los pueblos les digo que no saben de lo que están hablando, y que toda cara tiene su cruz. Esta novela es un perfecto retrato de lo que intento explicarles.
Hay resumen en la wikipedia: Doña Perfecta, pero con spoilers. Una boda concertada entre primos hace que Pepe viaje a Orbajosa y conozca a Rosario. Los jóvenes se gustan, pero las habladurías pueblerinas están por comenzar.
No sé dónde escuché que la controladora Doña Perfecta era un retrato de la madre del autor, pero no encuentro fuentes que lo certifiquen. Cuando el pobre e ingénuo joven llega al pueblo no sabe en que avispero se ha metido. Le caen palos por todas partes.
El autor dibuja a sus personajes con mucho acierto. Siendo ruines, malpensados, egoistas e inmisericordes, tienen una imagen de si mismos elevada, conceptuándose buenas personas. La de gente que conozco que responde a estas características.
Todo acaba como el rosario de la aurora, porque el happy end no estaba de moda en la época. Cuidado con los pueblos, que el siglo XIX lo tenemos a la vuelta de la esquina.
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Extracto:[-]
—Todavía no he podido formar idea de este pueblo —dijo Pepe—. Por lo poco que he visto, me parece que no le vendrían mal a Orbajosa media docena de grandes capitales dispuestos a emplearse aquí, un par de cabezas inteligentes que dirigieran la renovación de este país, y algunos miles de manos activas. Desde la entrada del pueblo hasta la puerta de esta casa he visto más de cien mendigos. La mayor parte son hombres sanos y aun robustos. Es un ejército lastimoso cuya vista oprime el corazón.
—Para eso está la caridad —afirmó don Inocencio—. Por lo demás, Orbajosa no es un pueblo miserable. Ya sabe usted que aquí se producen los primeros ajos de toda España. Pasan de veinte las familias ricas que viven entre nosotros.
—Verdad es —indicó doña Perfecta— que los últimos años han sido detestables a causa de la seca; pero aun así las paneras no están vacías, y se han llevado últimamente al mercado muchos miles de ristras de ajos.
—En tantos años que llevo de residencia en Orbajosa —dijo el clérigo, frunciendo el ceño— he visto llegar aquí innumerables personajes de la Corte, traídos unos por la gresca electoral, otros por visitar algún abandonado terruño o ver las antigüedades de la catedral, y todos entran hablándonos de arados ingleses, de trilladoras mecánicas, de saltos de aguas de bancos y qué sé yo cuántas majaderías. El estribillo es que esto es muy malo y que podía ser mejor. Váyanse con mil demonios; que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten, y mucho mejor sin oír ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandezas y maravillas de otras partes. Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, ¿no es verdad, señor don José? Por supuesto, no se crea ni remotamente que lo digo por usted De ninguna manera. Pues no faltaba más. Ya sé que tenemos delante a uno de los jóvenes más eminentes de la España moderna, a un hombre que sería capaz de transformar en riquísimas comarcas nuestras áridas estepas… Ni me incomoda porque usted me cante la vieja canción de los arados ingleses y la arboricultura y la selvicultura… Nada de eso; a hombres de tanto, de tantísimo talento, se les puede dispensar el desprecio que muestran hacia nuestra humildad. Nada, amigo mío, nada, señor don José, está usted autorizado para todo, para todo, incluso para decirnos que somos poco menos que cafres.
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