Una adolescente busca la música que le dé actitud en una vida mediocre y gris en la que todo parece estar ya decidido por ella.
Lo he dicho alguna vez por aquí: si dibujas un personaje que caiga mal con la suficiente habilidad puedes fracasar por triunfar demasiado. La adolescente protagonista está tan bien conseguida que me ha causado las mismas simpatías que una adolescente angustiada real: cero. Uno casi prefiere a los adolescentes que hablan como filósofos del XIX.
Nada que objetar a la labor como escritora de Belen Copegui, que tiene talento suficiente para escribir bien lo que le dé la gana. Pero estos dramas adolescentes ya me aburrían cuando yo era uno de ellos. Ni te cuento ahora que peino canas.
Se deja leer.
Aquel viernes salí de la biblioteca y estuve vagando. Tipo taxi, exactamente, pero todavía más a la deriva que un taxi, porque yo ni siquiera tenía la obligación de buscar un pasajero. Una hora es un mundo cuando has salido de casa y no has quedado con nadie. Te pones a andar. Los escaparates de las tiendas están medio apagados. Luego me fui al banco de una parada de autobús. Porque en un banco normal, de noche, con dieciséis años, sola, la gente te molesta. Te mira. Tienes que disimular y sacar el móvil como si quisieras saber la hora o esperaras un sms. En la parada de autobús, en cambio, todo el mundo cree saber por qué estás ahí. No tienen ni idea, claro. Luego llega el autobús, ellos se suben, tú te quedas y se creen que te quedas esperando un autobús distinto. Respuesta incorrecta.
Sigues ahí, llegan los nuevos, te miran sin tener ni idea de que ya llevas veinticinco minutos. Tampoco se dan cuenta de que les miras mucho más que ellos a ti.
Les miras más porque no esperas. O sea, que no estás esperando sino mirándoles. Toda esa música quejosa está hecha por gente que tiene que hacer algo y, en los ratos libres, como que les da por escribir una canción. Yo no tengo nada que hacer: ¿aprobar, estudiar, poner la mesa, recoger mi cuarto? Puede. Pero supongo que sabes lo que quiero decir. Yo no estaba en esa parada de autobús dejando de recoger mi cuarto o dejando de estudiar. Yo estaba mirando a los tipos que subían y a los que bajaban y a los que se sentaban a mi lado a esperar. ¿Ves a lo que me refiero? Los adultos, por lo menos los que yo conozco, siempre parece que cuando hacen algo están dejando de hacer otra cosa.
Menos el padre de Vera. Lo entiendes ahora, ¿verdad? El padre de Vera no estaba conmigo dejando de estar con sus hijos o con su ex mujer o con sus amigos o en su trabajo. Estaba conmigo. Yo creo que se murió porque no le dejaron estar a lo que estaba, y punto. Porque el resto de las cosas que se suponía que tenía que hacer soplaron y soplaron y su casa derribaron. Los miles de añicos de cosas rotas que él podía recomponer, y encima sabía hacerlo, no quisieron esperar. No esperamos. Fuimos como un remolino de viento creciente, nos llenamos de fuerza, fuimos un látigo de aire cargado de objetos rotos que sopla y golpea, y le hicimos trizas a él. Vale, cirrosis, se murió de cirrosis, ésa es la verdad. Vale, tenía el hígado hecho polvo y en las temporadas malas bebía mucho, más que mucho. Pero a veces hay dos verdades juntas, incluso relacionadas.
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