Cuando reseñé Cavalls cap a la fosca me quejaba de su lenguaje poético y enrevesado, pero me quedé con ganas de más y compré de saldo estas estaciones.
Durante la cena de nochebuena de la familia mallorquina Taltavull se contarán las múltiples historias que conforman su identidad colectiva.
Esta vez la novela me ha gustado más, porque es más comercial, tiene un lenguaje más asequible y también -justo es reconocerlo- porque hay más sexo. Como por el camino se cuentan muchas pequeñas historias el conjunto es también más entretenido.
Pueden encontrar una buena reseña aquí: Primaveras y otoños
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (215/365)
Extracto:
Los pechos menudos y llenos, la piel de terciopelo. Y después el áspero vello y los muslos una vulva. La saliva de ella que él chupaba frenéticamente, sintiendo en las sienes un vacío, como si fuera a desmayarse. Comían fruta de vez en cuando, se perseguían riendo por la casa a oscuras porque habían cerrado puertas y ventanas. En cada cama se revolcaban, Jerónima cerraba el puño en torno de la verga de Bernardo, la oprimía hasta que chillaba él de gozo. Y permanecían serios porque sabían que el interregno tenía que acabar.
Pero una angustia que le nacía no sabía dónde le decía a Bernardo que, al tener que marcharse, era su llama la que, vorazmente prendida, tendría que ser sofocada o lo abrasaría, mientras Jerónima continuaría, grácil y reservada, su existencia sin duda a la espera. Bernardo adivinaba que si él se había volcado en la chica, ella sólo se había dedicado con él a deliciosos ejercicios. ¿Bernardo exaltado por la revelación del sexo, por la llamada del amor? No, en puridad ni el uno ni la otra eran lo que Jerónima le había descubierto, a pesar de que con ambos lo hubiese conmovido y de que el Sabio no había estado hasta entonces con una hembra. Lo que su prima le había revelado era, fundamentalmente, el cuerpo.
Antes de aquel día Bernardo pensaba, sin habérselo especificado, que su cuerpo era una especie de artefacto, de organismo, que transportaba sus pensamientos, su intimidad, sus planes. Jerónima, con su lánguido y elástico, tibio cuerpo, le había demostrado que el más intenso placer sólo se obtenía dejando completamente suelto el cuerpo, que la carne participaba indisolublemente de idéntica gloria a la de la noche, la tempestad, el sol, el oleaje, la grandeza del mundo. Que los sentimientos y las ideas, no obstante su pretenciosidad, acaso sólo eran estrictas consecuencias corporales.
«Recuerdo que interrumpí a la dama, impulsado por mi ya maniática obsesión, posiblemente exteriorización de la irritación que albergaba hacia Eva:
»»—Perdone, señora Rákos, ¿Vórósmarty no dedicó a Liszt un poema en el que lo proclamaba ‘Gran apóstol de la tempestuosa patria’?»
»La vieja dama se encogió de hombros, prosiguiendo: »»—Puede que sí… Ejecutaba escogidas piezas, la orquesta de Minsk, y el público escuchaba. Y una especie de espeso sentimiento, como si nada del mundo pudiese ser modificado, semejaba haberse aposentado sobre el salón, sobre nosotros. Y un rumano, discreto y cortés, de viaje en nuestro país por asuntos comerciales, se sentaba aquí cada tarde, embelesado con la música. De la misma forma que también lo hacía una casi opulenta señora, otoñal ella, ondeante la cabellera, que se situaba junto a aquella columna, hechizada por el violinista.
»»Porque éste era la estrella del grupito, un solista que actuaba con electrizante ímpetu, un mechón de pelo agitándose en su frente. ¡Cómo lo cercaba con la mirada, rendida, la mujer! El rumano se dio cuenta pronto. Y también vio que el músico comenzó a regalarla a ella con idénticas muestras de atención, con signos, gestos, evidentes aunque contenidos. Y el rumano, solo como se encontraba en Budapest, dirigía igualmente y nostálgico sus ojos hacia la señora, la atracción por la cual sentía crecer y crecer en su interior…
»»Y ella, según advirtió de pronto una tarde el rumano, inició también con él un intenso intercambio de miradas! Latía emocionado el corazón del hombre. Transcurrieron unos días. Y la situación se inflamaba y se complicaba: ella demostraba
tan pronto sus preferencias por el uno como por el otro. El rumano, atormentado por una paralizante timidez y cada vez más encendido de amor, buscaba y esquivaba la mirada de la dama. La cual parecía que, sin el menor disimulo, fuera ya a absorberle con sus ojazos.
»»Cosa que, al fin, detectó el violinista, que desde la tarima y pulsando el arco atalayaba la sala, la escena, su expresión facial en creciente crispación. ‘Me odia’, pensaba aterrado el rumano. Y un día, efectivamente, el ruso violinista embistió hacia adelante, sin duda contra el rumano y la señora. Pero sus compañeros lo detuvieron…
»»La tarde siguiente, nuestro rumano llegó dispuesto a lo que fuera: a interpelar a la señora, a plantar cara al del violín. Pero no estaban ni ella ni la orquesta. Atónito, preguntó a los camareros. Y se lo explicaron: el violinista ruso se había suicidado de un tiro y los conciertos habían sido suspendidos, la Policía indagaba.
»»El rumano huyó. ¡La Policía! En nuestros países, eso son palabras mayores. Desesperado por las complicaciones que aquello pudiese costarle, solicitó clemencia a su embajada. Allí establecieron contacto con la Policía. La cual aclaró las cosas: el violinista padecía un cáncer, sus exagerados visajes eran en realidad gestos de un dolor que ya no podía soportar, y después de haber estado a punto de caer de la tarima porque ya no se aguantaba, habiéndolo salvado los compañeros que lo sostuvieron, aquella misma noche se había disparado un tiro.
»»La Policía también había localizado a la otoñal señora: era de una aparatosa miopía, dilatadas las pupilas movía sus grandes ojos sin conseguir vislumbrar más que sombras. Como le encantaba la música, cuyo ritmo seguía con movimientos corporales, acudía al Vórósmarty. Y había dejado de hacerlo cuando le dijeron que ya no habría más actuaciones. De la existencia del rumano, ni se había enterado. Del ruso, sólo había escuchado el violín, sin distinguir quién lo tocaba. No comprendía por qué la Policía la interrogaba… Dios mío, las inútiles pasiones de un rumano…»
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