Turner, 2012. 340 páginas.
Tit. or. Turing. Trad. Cristina Núñez Pereira.
Se vende como una biografía de Alan Turing y lo es parcialmente, ya que se centra, sobre todo, en los años de desciframiento del código de las máquinas Enigma. Pero bien, porque todo está muy bien documentado y resulta muy interesante.
En ese ámbito explica los trucos que utilizaban para descifrar los mensajes. Por ejemplo, como la máquina enigma nunca codificaba una letra como ella misma (es decir, si teníamos una ‘A’ al codificarla el resultado nunca sería una ‘A’) utilizaban una serie de chuletas, fragmentos de mensaje que se solían repetir con frecuencia y lo intercalaban para ver si encajaba en algún sitio.
De especial interés me han resultado los datos sobre su suicidio. La historia que había leído es que, deprimido por tener que sufrir una castración química por culpa de una denuncia de homosexualidad, había inyectado cianuro en una manzana y se había suicidado comiéndosela.
La realidad es otra muy diferente. Los datos no son concluyentes y podrían encajar con un suicidio, un accidente o un asesinato. Algunos hechos reales: La castración química había acabado hacía un año, o sea que no podía estar deprimido por eso y, en general, todos sus amigos y su madre dijeron que no notaron nada raro en él e incluso había establecido citas con fecha posterior a su muerte. Encontraron una manzana mordida pero según su asistenta -que fue quien lo encontró- era algo que solía comer muchas noches. Tenía un laboratorio en el que había cianuro porque lo utilizaba para experimentos de electrolisis. Se encontró cianuro en sus pulmones. ¿Inhaló cianuro sin darse cuenta? ¿Lo ingirió voluntariamente? Como detalle extraño sus zapatos se encontraron en la puerta de la habitación, como si los hubiera dejado para que los limpiaran, cuando él nunca hacía eso. Esto ha llevado a rumores de que podría haber sido asesinado, aunque parece un poco cogido por los pelos.
Documentado y recomendable.
La bomba de Turing consistía en treinta (más tarde treinta y seis) j réplicas de la máquina Enigma. Los criptoanalistas conectaban es-J tas réplicas unas a otras en la configuración que se antojara más adecuada para atacar un mensaje determinado. A medida que se instalaban cada vez más bombas en Bletchley Park, el lugar se convirtió en] una factoría de criptoanalisis. Era la ciberguerra en una escala hasta! entonces desconocida. Para manejar las nuevas máquinas, se hizo venir a trabajadores en cantidades industriales. Todas eran Wrens; al final de la guerra, al menos dos mil mujeres manejaban las máqui-j ñas.34 El atractivo juvenil de Turing no pasaba inadvertido ante las mujeres de Bletchley, pero él era muy tímido con ellas. «Una vez le ofrecí una taza de té, pero retrocedió asustado», recordaba Sarah ] Norton, una atractiva debutante de Knightsbridge que trabajaba enl la sala de catalogación del Barracón 4.a5 «Parecía que las chicas lo aterrorizaban», añadió con pesar. Norton recordaba que para hacer frente a la multitud de mujeres jóvenes que había por los pasillos Turing «arrastraba los pies hasta la cantina dando unos curiosos pasos de lado, con los ojos fijos en el suelo»
Cuando se terminaba lo que llamaban «las vueltas de la bomba» para el mensaje en curso, las Wrens reconfiguraban la máquina dejandola lista para el siguiente mensaje. Reenchufaban las complejas interconexiones entre las máquinas Enigma de acuerdo con un «menú» j redactado por el criptoanalista responsable. Las máquinas de Turing trabajaban veinticuatro horas al día, siete días a la semana, las mujeres lo hacían en tres turnos. Dormían -a menudo en literas- en dormitorios periféricos que tenían la pintura descascarillada, una calefacción inadecuada y una comida horrible. Turing las llamaba «esclavas».36! En aquellos tiempos de dominio masculino, muy pocas de las mujeres de Bletchley Park se unieron a las filas de los criptógrafos, aunque un ■] porcentaje significativo tenía estudios universitarios.37 Un documento oficial hacía notar que «el alegre sentido común de las Wrens es un gran activo»; otros activos más destacados, no obstante, solían pasarles inadvertidos a los hombres dominantes.38 Fue un triste desperdicio de talento. Sin embargo, algunas de las Wrens ascendieron, finalmente, hasta convertirse en «controladoras»- supervisaban las operaciones
ron las bombas, distribuían menús entre los equipos y trabajaban en iiiiii sala de control especial, conectada por línea telefónica con los Barracones 6 y 8; en una de sus paredes había un enorme dispositivo 1 Id n de se mostraban todas las bombas disponibles.39
I & bomba, albergada en un enorme armario de metal, era más alta que una persona: medía unos dos metros y diez centímetros de alto y noventa centímetros de ancho.40 Contenía unos quince kilómetros de cable con más de un millón de conexiones soldadas.41 Cada uno de los «taMBOres» que se pueden ver en la Figura 11 imitaba un único ro-|or de Enigma. Nótense las esvásticas que alguien ha garabateado en In lapa del armario y la advertencia «No pongan los pies» en la parte Inferior derecha. Los tres taMBOres especiales de la derecha, en la lección central, se denominaban «taMBOres indicadores» La bomba buscaba a toda velocidad, haciendo girar sus taMBOres, y entonces, de repente, se detenía, y los taMBOres indicadores mostraban tres letras. miio, por ejemplo. Esta era la suposición que hacía la máquina sobre las posiciones de los rotores al comienzo del mensaje. En la parte derecha de la máquina, un panel (que no se ve en la fotografía) regis-I raba las suposiciones de la bomba sobre las configuraciones del clavijero. El ingenioso método de Turing para averiguar la configuración del clavijero fue la clave del poder de la bomba. La bomba polaca, por su parte, simplemente había hecho caso omiso del clavijero.42 Una vez que la bomba se paraba, sus suposiciones se ponían a prueba i mano en una máquina Enigma o en una réplica. Si el mensaje se descifraba, todo iba bien, si no, la bomba daba otra «vuelta» y continuaba buscando.
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