Anagrama, 2007. 280 páginas.
Tit. Or. Hurmaava joukkoitsemurha. Trad. Elena Dulce Fernández Anguita.
Había oído hablar mucho de este libro cuando salió, y ocho años después cumplo con el trámite de leerlo. El título, es innegable, llama mucho la atención.
Un empresario en quiebra decide suicidarse. Con tan mala suerte que en el lugar que elige encuentra a otro suicida, ahorcándose. Lo salva y deciden posponer ambos suicidios. Se les ocurre la idea de hacer un congreso y poner un anuncio en el periódico. Conseguirán congregar a un montón de gente en su misma situación.
Me sorprende que un libro tan normalito haya conseguido traducirse en tantos paises. No es malo, pero no es nada del otro mundo. El tema está muy bien escogido, pero se le podría haber sacado mucho más partido. El autor tiene bastantes limitaciones y el humor, aunque presente, es bastante escaso. Al final queda en un libro amable, sin grandes pretensiones, ni literarias, ni de argumento.
Me ha sorprendido la escena en la que tres finlandesas se despendolan por pueblos franceses y al final celebran una misa para que los maridos pudieran pedir perdón… quizás en la España franquista, pero no lo veo ni en la España de ahora ni en Francia.
Otras reseñas: Delicioso suicidio en grupo. Arto Paasilinna , ARTO PAASILINNA: Delicioso suicidio en grupo y Delicioso suicidio en grupo
Calificación: Se puede leer.
Llegó la noche y la tormenta quedó atrás, en Finlandia. Korpela cruzó Kautokeino, rumbo al Ártico. En Noruega brillaba el sol, aunque faltaba poco para la medianoche. Sorjonen les explicó que el motivo de que el sol nunca se pusiera en Laponia era que los lapones no tenían tierra propia. En invierno el sol desaparecía tras el horizonte, pero era porque la tierra estaba cubierta de hielo y nieve.
Korpela les preguntó a los viajeros si alguno de ellos tenía tanta prisa por morir como para tener que ir de un tirón hasta el destino final. Estaba cansado, había conducido cientos de kilómetros desde Kuusamo, así que les propuso que pasasen aquella última noche sin noche en el desierto altiplano.
Ninguno de los aspirantes a suicida se opuso a la sugerencia del transportista. Para morir siempre había tiempo.
Aparcaron a la orilla de unas pequeñas lagunas. En esa meseta barrida por el viento, situada por encima del nivel del mar, apenas había bosques, pero sí extensos pantanos donde crecían camemoros.
Uula encendió una hoguera, prepararon café y levantaron la tienda a la orilla de una de las lagunas. Una trucha salió del fondo para volver a zambullirse, produciendo en la superficie unas ondas que se fueron extendiendo calmosamente.
Bajo el brillo rojizo del sol de medianoche, surgió la conversación sobre la patria que habían dejado atrás. Nadie echaba mucho de menos Finlandia; había tratado mal a sus hijos.
Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres, cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: eran la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos.
Los burócratas, mientras tanto, competían entre sí por ver cuál de ellos inventaba un nuevo formulario con el que humillar a los ciudadanos haciéndolos correr de una ventanilla a otra. Comerciantes y mayoristas se dedicaban a desplumar a la clientela y a arrancarles de los bolsillos hasta el último céntimo. Los especuladores inmobiliarios hacían las casas más caras del mundo. Si te ponías enfermo, los indiferentes médicos te trataban como ganado que se lleva al matadero. Y si un paciente no soportaba todo esto y sufría una crisis nerviosa, un par de brutales enfermeros le colocaban la camisa de fuerza y le ponían una inyección que dejaba a oscuras hasta el último resto de lucidez que le quedase.
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