Antología de cuentos de Pereira, una selección de sus múltiples libros. Se incluyen los siguientes:
Una ventana a la carretera (1967)
Rabanillos
Beltrán primera especial
El primo Tanis
El fuero y el huevo
El tío Candela
El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976)
El ingeniero Balboa
Historias veniales de amor (1978)
El hilo de la cometa
Mientras viene el trenillo
Souvenirs
Los brazos de la i griega (1982)
Charly
Clara y el Romano
El pozo encerrado
La venganza
Las peras de Dios
El atestado
El sitio del inglés
Los brazos de la i griega
El síndrome de Estocolmo (1988)
El síndrome de Estocolmo
El happening
Obdulia, un cuento cruel
Palabras, palabras para una rusa
Si me lees te leo
Traman Capote cuenta un cuento
Picassos en el desván (1991)
Así empezó Lourido
Una historia breve
Picassos en el desván
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos
prohibidos
La violinista
La esquela
El sedentario
La barbera alemana
Milagros y fotocopias
La espalda de Elisa
La embajada toscana
Para caballeros solventes
Las ciudades de Poniente (1995)
El apartamento
Los preventivos
La cantera local
El asturiano de Delfina
El final de Santiago Velasco
La visión
Don Eloy deje salir a Dorita o me mato
Cuentos de la Cábila (2000)
El toque de obispo
Un chico de la Cábila
La belleza terrible
La ilustre Casa de Pereira
Los niños muertos y todos los muertos
La pernocta del general
¡Manos arriba!
La imposición de manos
El protagonista
Cuestión de fonética
La «Orbea» del coadjutor
El brazo secular
La tuberculosis
El reconocimiento
Cuentos del interior, cargados de ternura, viñetas de vidas cotidianas pintadas con un ojo preciso y compasivo. Leyendo algunos me he sentido heredero de lo que no había leído todavía. Aunque no tienen componente social -y por eso no suele ser incluído dentro de la generación del medio siglo- sí que se respira un interés por esa pequeña historia que nunca saldrá en los libros.
Un autor que me encanta. Dejo dos cuentos completos para que se hagan una idea.
Muy bueno.
Beltrán, primera especial
«¡Ahora!». «Ahora mismamente —pensó el chófer del autobús— va a asomar el torazo negro del coñac». Y los cuernos del anuncio empezaron a asomar.
«¡Ahora! —se dijo el hombre un poco más adelante—; ahora va a quedarse agotada la segunda, y punto muerto, y primera, y algún viajero, quién sabe cuál, va a decir Beltrán que nos quedamos».
—¡Beltrán, que nos quedamos! —dijo desde atrás un guardia de la pareja que había subido al empezar el puerto.
Beltrán se sonrió frente al retrovisor, orgulloso de su sabiduría. Porque llevaba veinte años haciendo la lanzadera, cada día cinco horas desde la villa a la capital y cinco y media desde la capital a la villa, sus sentidos se anticipaban a las peripecias del viaje. Él mismo se asustaba, a veces, de su don profético: «Allí va a brincar una liebre». Y brincaba. Y si no una liebre, una donecilla.
Beltrán era fuerte y rudo. Por nada de este mundo cambiaría su oficio. Llevaba el volante con la seguridad de un héroe antiguo que se abriera paso entre mil asechanzas. Todos confiaban en él; con Beltrán, primera especial, no pasaría nada malo. A su lado, en el asiento delantero, tenían plaza los notables de la villa, como el párroco, cuando iba a la Curia y el brigada de la Guardia Civil; pero muchas veces era un niño, o un anciano, o una rapaza sin malicia, confiados a la tutela de Beltrán. A Beltrán —y de paso a su compañero, el cobrador— lo convidaban en todas partes, pero él no abusaba jamás.
Venían de regreso aquella tarde, como todas las tardes.
Por la mañana —como todas las mañanas— el coche de línea había salido del pueblo a las seis y cuarto en punto. Partía de la plaza. Desde media hora antes, por las calles mudas y solitarias iban llegando los viajeros del alba, como fantasmas, como conspiradores. Ponían sus cestas y paquetes, también alguna maleta, alrededor del ómnibus adormilado en la media luz del amanecer. Luego se desentumecían paseando, tosían, encendían cigarros. Los viajeros miraban a la ventana de Beltrán, que vivía en la misma plaza. Solo cinco minutos antes de la salida, cuando ya el cobrador había colocado los equipajes en la baca, Beltrán aparecía como un primer actor, trepaba a su puesto de mando y encendía el motor para que se calentase. Luego arrancaba con solemnidad, enfilaba una calle estrecha haciendo retemblar los cristales de las galerías, y atrás quedaba la plaza con sus soportales desiertos, dominio de los perros que se buscaban para hacer sus cosas. Cuando el autobús llegaba a carretera abierta, Beltrán hacía recuento mental de los pasajeros. Casi ninguno le fallaba. Aquél, a los exámenes; tal otro, a arreglar lo de la multa; la pobre mujer, a que la radiaran; la señoritinga, a ver zapatos en la capital… A veces, pocas, el enigma de alguna cara desconocida; el conductor se inventaba entonces, para sus adentros, toda una historia novelesca y sentimental.
Coronó el coche la cresta del puerto. La tarde estaba más oscura en la nueva vertiente. Anochecía. Al iniciarse la bajada disminuyó el jadeo del motor. Se acercaba la hora de premiarlo con una tregua, de que Beltrán y el cobrador y los viajeros se premiasen también con el bocadillo y el trago de vino fresco.
Durante años, al aproximarse este momento de cada día, Beltrán solía alegrarse con un gozo sencillo y puro. Sin embargo, ni aquella tarde ni en todas las tardes de aquel mes había sentido otra cosa que no fuera desazón, hormigueo que hubiera querido vencer. No lo había hablado con nadie, ni siquiera con su mujer, pero él bien sabía la causa en lo callado del corazón: la costumbre de veinte años, que le hacía parar el coche junto al tabuco de la señora Camila, había sido rota sin más ni más, y ahora el autobús pasaba de largo y no se detenía hasta el bar de la gasolinera nueva, rutilante de luces, con aparatos cromados para hacer café o cortar el jamón. Beltrán quería justificarse a sí mismo por la comodidad de los viajeros: en la taberna de la señora Camila apenas podían merendar otra cosa que cecina y pan. Y luego, las necesidades… En la nueva parada, en cambio, había servicios higiénicos —las mujeres en la puerta del abanico; los hombres en la de la pipa—; por haber, había hasta una máquina tocadiscos. Con todo, Beltrán no llegaba a tranquilizarse. En realidad, el momento penoso era el de pasar cada tarde por delante de la vieja taberna, ahora apagada y triste, como si estuviera maldita. Difícil, sobre todo, cuando Niche el perro de la casa, que solía esperar a la puerta, se lanzaba sobre el coche de línea sin entender, ladrando lastimero junto a las ruedas. Beltrán aceleraba entonces con rabia y pronto dejaba atrás al que durante viajes y viajes fuera su amigo zalamero.
Aquella tarde el Niche estaba, como siempre, sentado a la puerta de su ama. Beltrán, que ya lo venía viendo desde lejos, no tuvo que aguzar su visión profética para decirse: «¡Ahora!». «Ahora mismamente va a desperezarse, y va a dar un brinco, y va a esperar a que el coche llegue para seguirlo hasta que no pueda más».
Pero Niche no hizo nada. Aquella tarde ni siquiera rebulló cuando el coche llegó a su altura, sino que se estuvo quieto, y el conductor creyó verle en los ojos, al pasar, una tristeza resignada y última, como si fueran los ojos de un hombre que ya no tiene nada que esperar…
Beltrán sintió una rabia inmensa, mucho mayor que cuando el perro lo importunaba siguiéndole.
De repente, con susto de los viajeros, pisó el freno hasta que el coche se detuvo con un gemido largo. Luego metió la marcha atrás y lo hizo recular despacio, despacio, hasta arrimarlo a la vieja taberna; tanto, que todo el recinto oscuro se iluminó con las luces del autobús.
Un chico de la Cábila
En la ciudad hay dos zonas separadas por el río y la mía era la más populista y menestral, aunque en ella se contaran algunas excepciones de fuste. Por ejemplo, la residencia del autor de Flores del Bierzo lozanas y mustias, un best seller. También en nuestro barrio, que llaman el Otro Lado, y más intencionadamente la Cábila, tenían su casa solar dos miembros del alto clero, uno era por lo menos prelado doméstico y el otro casaba y descasaba en el Santo Tribunal de la Rota.
Con estas salvedades y pocas más, éramos gente que algunos señores de la plaza y su entorno miraban por encima del hombro.
No nos daba ningún complejo. Tampoco había para tener orgullo, pero lo teníamos. El barrio vivía. Herrador y veterinario, horno de pan, fontanero, sastre, la ferretería de mi padre con artículos de caza y pesca, estanco y buzón de correos, coloniales, un abogado más conciliador que pleitista, un zapatero ilustrado, una barbería moderna con agua corriente, el café amenizado por el dúo de pulso y púa, más algunas tabernas alegres de vino y escabeche… Y las monjas de clausura, encerradas en lo suyo de trabajar y rezar y, sin embargo, tan nuestras.
Todas las mañanas yo cruzaba el puente divisorio con los libros debajo del brazo, sin cartera ni plumier, bajaba la cuesta angosta que en el siglo pasado liberaron de esquinazos para que pasara el carruaje de doña Isabel II, y ya estaba en la calle del Agua, sombría, con casonas y palacios abrumados de escudos. Los Toledo, los Osorio, los Pimentel. Allí me esperaba el colegio de don Manolo el cura. Pensándolo ahora, el cura era un poco clasista, se le veía pagado de que a su academia de profesor único (salvo su hermana, para el francés) fueran los hijos y las hijas de los señores principales, pero es justo decir que a todos nos trataba bien. A mí me trataba bien, de mí se decía por entonces que el rapaz prometía, sacaba buenas notas y eso le servía de propaganda al colegio. Creo, incluso, que don Manolo me quería.
En los primeros tiempos de la guerra yo andaba por el tercero y cuarto curso de bachillerato. Más que flaco era desgarbado. Soñaba despierto y me enamoraba con frecuencia. Pero el caso de Carmencita es que venía cantado, era la obviedad, claro destino manifiesto. Carmencita inauguraba en mi educación sentimental el mito de la forastera, que luego me daría amoríos y expansiones literarias. La niña aristócrata era frágil, era pálida, vestía un luto de huérfana de guerra sin alivio, y el riesgo de su anemia y la razón patriótica y el lustre de sus apellidos se unieron para que en el colegio se estableciera lo que nunca se había visto hasta entonces. A media mañana, una doncella de uniforme llegaba con un ponche reconstituyente en bandeja de plata, con su servilletita almidonada donde la triste limpiaba delicadamente los labios.
¿Se dan ustedes cuenta, señores de la sala? Los labios esos que digo ganaban en frescor y en vida mientras este cuitado se iba muriendo secreto con Garcilaso, «En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto», quizá la mozuela no me miraba para nada, «y que vuestro mirar, ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena…».
Al fin decidí declararme, lo hice en documento mercantil. Con discreción escotábamos los alumnos para el santo del profesor, servidor era el encargado de la recaudación y extendí un papel donde afirmaba haber recibido tres pesetas (Pts. 3,00) de la hermosa, distinguida y adorable señorita Carmen de Tal y de Cual, tormento de mis días y mis noches, vehemencias así.
—Ah, no, hasta ahí podíamos llegar —debió de sentenciar rápido el reverendo, que interceptó el pliego que mi fervor había puesto en circulación; entre los chicos respetábamos esa forma de posta que viajaba de pupitre en pupitre hasta las manos de la interesada—. Este listillo del Otro Lado pretendiendo a la nobleza, a saber lo que dirían los (aquí el apellido ilustre).
No recuerdo en mi vida humillación más dura. Que me acercara a su mesa camilla. La mole negra y bronquítica de la sotana se levantó para la bofetada, una sola bofetada, quemante.
Creí que no lo perdonaría nunca, pero volví a llevarle a Correos sus artículos para El Ideal Gallego, sus autobiografías candorosas con novelas inéditas «en espera de un mecenas». También pensé que sin Carmencita no podría vivir, y ya ven.
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