Fondo de cultura económica, 2012. 148 páginas.
Dieciséis cuentos armados alrededor de otras tantas mujeres. Historias no veraces, pero verosímiles. Me costó un poco entrar en la propuesta, porque esperaba alguna semblanza biográfica, pero no, va mucho más allá y es mucho mejor.
Todos los relatos son buenos, pero hay algunos que son geniales. Que captan la esencia de los personajes que los habitan y a la vez nos hablan de problemas universales. El amor, la traición, la soledad, la muerte. Mis preferidos el de Jane Bowles y el de Dorothy Parker.
No encuentro ningún otro libro de la autora, y es una gran pena. Porque tiene muchísimo talento. Todo un descubrimiento.
Pero el pollo es un bien escaso. La belleza, también. Cherifa cerró la barraca y me siguió. Para ganar hay que atreverse a perder.
Además de pollo había comprado cordero y carne picada y aceitunas y pasas y huevos y mucha lechuga, pepino, tomate y cebolla, todo picadito, y litros de aguardiente tibio de manzana. Comimos y bebimos. La mirada de Cherifa comenzó a dulcificarse. Ese fue mi postre. Azúcar, piñones, té con hierbabuena. Después, me pidió un puri-to. Fumamos. Cherifa sonrió. Luego, creyendo que no me daba cuenta, metió disimuladamente mi monedero en su bolso.
Al anochecer subimos a la azotea. Apartamos las colchas de colores mecidas por el viento de levante y contemplamos los tejados añiles de las casas, los barcos, la larga hilera curvada de luces a lo largo de la playa. Nos acompañaban las notas lejanas de una radio mal sintonizada. Me miré en el azul de los ojos de Cherifa. Díselo, pensé. Dile una noche de verano a otra mujer.
—-Jinnie… —murmuró ella—. Es curioso que no pueda comer huevos en casa y que aquí los coma.
—Quédate —le pedí—. No quiero estar más a solas en esta casa triste.
Ella meditó largo rato sobre su vida futura, calculando en voz alta un número indeterminado de huevos y pollos.
Nos acostamos juntas, en mi cama, boca arriba.
—A dormir —dijo—. Adiós.
Pero me besó. Y yo la besé. Y la abracé. De pronto, se sacudió mis manos de encima y murmuró con terror: —Tengo documentos que demuestran que soy virgen.
El cabello de Cherifa desparramado sobre la almohada prometía el paraíso. Para ella, el paraíso hubiera sido vivir sin pasar hambre.
—Me quedaré —susurró Cherifa—. Solo por ti. Para que no estés sola.
Se quedaría en calidad de sirvienta. De lo contrario, los marroquíes la habrían tomado por una prostituta.
Se instaló en mi casa. Le compré dos pares de zapatos, siete chilabas, una radio y un corral de pollos para la familia. Aun así, continuaba robándome. Y para demostrarme que no era una sirvienta contrató a una sirvienta. Cada día se hacía servir el desayuno en la cama. Primero pedía pan, luego té, luego un plato y después un cojín, fascinada con el ir y venir de la muchacha. La llamaba por última vez y se quedaba pensativa, sin saber qué pedirle. —¡Un periódico! —gritaba.
Ella, que no sabía leer. La criada perdía la paciencia y amenazaba con despedirse. Cuando yo le suplicaba a Cherifa que pidiera todas las cosas de golpe ella se enfadaba, cogía algunos billetes y daba un portazo. Regresaba. Discutíamos. Volvíamos a pactar. A veces ganaba ella. A veces, pocas, yo.
Un día Cherifa despidió a la sirvienta.
—Me robaba dinero —dijo.
Tuve que aguantar la carcajada. Haciendo caso omiso a mi burla, Cherifa, muy seria, se puso a preparar la comida. Contemplé con ternura cómo pelaba las verduras y removía el trigo en la olla por primera vez para mí. Hagan juego. ¿Me amaba? Su ternura y cariño parecían reales. Su ansia por mi dinero, también. ¿Me amaría algún día? Cherifa abrió la ventana y arrancó un manojo de cilantro de la maceta.
—Jinnie —dijo—, vete a leer el periódico, aún falta un rato.
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