Bibliópolis, 2004. 224 páginas.
Tit. Or. Die Haarteppichknüpfer. Trad. José María Faraldo.
Seguramente me lo apunté por la siguiente reseña: Los tejedores de cabellos y ha sido todo un acierto, un libro bastante original en un género que, según los agoreros, lleva mucho tiempo muerto.
En un mundo perdido de la galaxia trabajan los tejedores de cabellos, artesanos que dedican su vida a la confección de alfombras construídas con el cabello de sus mujeres e hijas. La sabiduría es transmitida de padres a hijos, pero sólo a uno, así que si tienen más de un hijo varón deben matarlo. Cada tanto pasan los mercaderes a comprar las alfombras y transportarlas a la estación espacial para llevarlas a los palacios del emperador inmortal que rige los destinos del imperio. Pero corre el rumor de que el emperador ha sido derrocado y ¿qué se esconde detrás de la existencia de los tejedores de cabellos?
El libro, al igual que las alfombras que describe, está compuesto por historias breves, a veces sin ninguna relación entre sí salvo estar ambientadas en el mismo universo, pero cada una de ellas nos irá suministrando información para que podamos reconstruir el marco completo. Los pocos misterios que puedan quedar nos serán revelados al final por el archivero del imperio.
Me ha sorprendido la dureza de algunas escenas, muchos de los protagonistas mueren o llevan vidas sin sentido, más o menos como las llevamos todos en este mundo, y por lo que parece la conquista del universo no va a cambiar mucho las cosas.
Más reseñas aquí: Los tejedores de cabellos, Aventura sin complejos: Los tejedores de cabellos y la nueva ciencia-ficción europea y Los Tejedores de Cabellos
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
El principio fue lento. El primer alumno olvidó una repetición, perdió el compás cuando se percató de ello y se puso a tocar cada vez más y más deprisa para terminar cuanto antes. Hubo algunos rostros con sonrisitas indulgentes y el alumno recibió pese a todo unos aplausos cuando inclinó la cabeza, roja hasta las orejas. La segunda alumna, una mujer más vieja, sorprendió al propio Opur con la desacostumbrada fluidez de su ejecución. Por lo visto esta vez había estado ensayando de verdad. Y poco a poco el concierto se fue volviendo más ágil, a veces incluso verdaderamente bueno y Opur percibió poco a poco que iba desapareciendo la tensión que no le había abandonado durante los últimos días.
Y entonces Piwano comenzó a tocar.
En el momento en que posó la triflauta en los labios y sopló el primer tono, un escalofrío atravesó a los oyentes. De pronto, la habitación se llenó de electricidad. Las cabezas miraron hacia arriba y las espaldas se enderezaron, como llevadas por unas cuerdas invisibles. En el momento en que surgió el primer sonido de su flauta estaba claro que surgía una estrella. A su alrededor había tonos grises, aquí había colores. A su alrededor había trabajo con éxito, aquí perfección sin esfuerzo. Era como si se abriera un cúmulo de nubes y lo atravesara un rayo de pura luz.
Piwano tocó el pau-no-kao, una ligera pieza polifónica que también había tocado antes uno de los otros alumnos. No tocó nada que no hubieran tocado otros antes que él, ¡pero cómo lo tocaba!
El propio Opur, que le había escuchado tocar interminablemente cosas más difíciles y que tenía la opinión más alta de él, estaba como petrificado. Era una revelación. Con aquella simple pieza, el magro joven rubio consiguió finalmente madurar sobre sí, alcanzar como en un salto cuántico un nuevo nivel del arte de la triflauta. Con aquella simple pieza superó a todos los otros que estaban junto a él, los envió a sus lugares y dejó bien claro de una vez por todas quién era el principiante y quién el maestro. Nadie podría después acordarse de alguna de las otras piezas y todos se acordarían de ésta.
Sus dedos bailaban tan ligeros y sin esfuerzo sobre las flautas como otros respiran o habla, ríen o aman. No se conformaba con la polifonía de la pieza, sino que la utilizaba para que el mismo tono de la flauta de metal tuviera otro matiz que el de la de madera, cambiaba los tonos entre las flautas y creaba así movimientos sublíminales y contrarios. Jugaba con la tendencia de la flauta de cristal a volcarse en agudas disonancias cuando se soplaba demasiado fuerte, para conceder un dramatismo a ciertos pasajes que nadie jamás había conseguido obtener antes.
Los otros tocaban sus triflautas. Aquel hombre se volvía uno con ella, se había olvidado completamente de sí mismo, en una entrega total.
La mayor parte de los oyentes en realidad no entendían lo que estaba haciendo, pero todos percibieron que algo nunca visto sucedía ante ellos, que en esta pequeña y pobre habitación acababan de echar un vistazo a un mundo maravilloso y olvidado. Dios había estado aquí. Dios existía. Bailaba dentro de una música como hacía siglos que los hombres no habían oído y todos contenían el aliento.
Y cuando todo hubo pasado y Piwano aceptó el aplauso con una sonrisa ensimismada, el miedo embargó a Opur.
Un comentario
Buen libro este. Difícil comentar nada digno de mención sobre la trama sin arruinarla.
Me resulta acertada – comparativamente hablando – la banalidad esquemática de la economía universal, pero de nuevo es muy difícil comentar nada sin hacer un roto al disfrute del lector formándose la idea del universo narrado.
Lo hablaremos por otros medios 😉