Alberto Moravia. La mascarada.

noviembre 25, 2022

Alberto Moravia,  La mascarada
Salvat, 1971. 150 páginas.

En una nación indeterminada, bajo el dominio de un general dictador, se mezclan los enredos de amor con la preparación de un falso atentado. Personajes movidos por egoísmo que correrán diferentes suertes.

Estoy volviendo a hacer esta colección que tenía mi padre y que estaba en una estantería que era lo primero que veía al levantarme por la mañana. Se quemó en un incendio y me hace ilusión volver a tenerla (y leerla). Las de portada verde eran de autores un poco menos populares que los de portada amarilla y hay bastantes joyitas.

En este caso una novela corta de Moravia en la que retrata sin compasión a unas clases altas sin escrúpulos ni moral frente al pobre idealista que pagará el pato movido por unos hilos que es incapaz de ver.

Bueno.

¡Cuántos libros! —hubo de exclamar, mirando estupefacto alrededor de la estancia. A lo que respondió Saverio, con afectada indiferencia, que, sin jactancia, podía afirmar que poseía una biblioteca riquísima en los temas que le interesaban. No le faltaban tan siquiera —agregó transportado por un entusiasmo de coleccionista—, ni tal libro agotadísimo, ni cual publicación rarísima. Y, sacándolos de un escondrijo debajo del lecho, mostró a Perro dos o tres textos, especialmente perseguidos, de literatura antiteresiana. En la cubierta de uno de ellos figuraba un gigantesco obrero rompiendo unas cadenas, mientras que, vestido de domador de circo, Tereso, diminuto, retrocedía asustado dejando caer su fusta.
—Si se supiera que tengo estos libros —concluyó torpemente Saverio—, ¿quién sabe lo que me pasaría…? Pero, afortunadamente, todo el mundo me toma aquí por una especie de necio…
«Y necio eres», pensó cruelmente Perro. Luego se sentó en un taburete y, dejando a su lado la maleta, quitóse la gorra y se alisó con la mano los espesos y negros cabellos. Habló entonces con acento severo y frío a Saverio, que, a falta de silla, habíase acurrucado sobre el camastro con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas. Empezó diciendo que si el Comité central le había dejado inactivo por tanto tiempo era, primero para probar su fidelidad, y luego porque el momento de la acción no había llegado aún. Pero, ahora, el Comité sabía que podía contarse con él como uno de los mejores y más fieles elementos (Saverio hizo un gesto de modestia con la cabeza como diciendo «No hablemos de esto»); además, el momento de la acción había llegado ya. A estas palabras Perro se detuvo y miró signiñcativamente a Saverio; éste esbozó una sonrisa convulsa que pretendia querer decir: «Estoy pronto.»
—¿Nadie nos escucha? —preguntó Perro, desconfiando ahora de veras. Saverio le tranquilizó: nadie podía oírles. Entonces, bajando la voz, Perro le dijo que tal vez no supiera que la duquesa Gorina daría en su quinta, el día siguiente, un gran baile de máscaras. Saverio dijo que lo sabía, y agregó, con palabras de propagandísta político, que entre la gente pobre la indignación era grande ante aquel insulso e inicuo alarde de lujo y frivolidad. Pero acaso él no sabía —prosiguió Perro—, que en aquella fiesta intervendría el general Tereso en persona. —Saverio cerró los ojos tras de los lentes e hizo un gesto de asombro—. Sí —continuó Perro—. Tereso intervendría, era seguro; y el Comité central, considerando que la situación estaba madura, había decidido dar el golpe decisivo. Para este golpe se contaba precisamente con él, Saverio. Él tendría el honor de ser, si no el factor supremo, por lo menos el instrumento mediante el cual sería socavado el odiado dominio.
Estas palabras pusieron a Saverio en un estado de exaltación tal, que el propio Perro quedó maravillado, a pesar de estar tan habituado a tratar con exaltados. Saverio se incorporó y, tartamudeando más que nunca, corrió a estrechar las manos de Perro, diciéndole que aquél era el día más hermoso de su vida, que estaba dispuesto a actuar y que, si era preciso, daría gozoso su vida. Ahora, desaparecido en el el rencor de hombre contrahecho y desafortunado, la libresca pedantería propagandística, parecía transformarse totalmente a pesar de su aspecto tembloroso y torpe. Si Perro no hubiese sido lo que era, incluso habría podido conmoverse, no tanto por la bondad de las ideas de que estaba impregnado Saverio, cuanto por aquel sincero y valeroso ofrecimiento de su vida a la causa en la cual creía. Mas a Perro le apremiaba llegar a la conclusión de la farsa y los desahogos de Saverio le parecían excesivos para lo que de él pretendía. No tenía necesidad de semejantes entusiasmos, siempre embarazosos, y le bastaba su habitual credulidad ciega. Así, acogió condescendiente las manifestaciones de Saverio; luego le preguntó si se sentía en disposición de escucharlo y, conseguida una balbuciente respuesta afirmativa, comenzó a explicarse. Se trataba, en resumen, de esto: ambos se presentarían al dia siguiente, en la quinta de la Gorina y alli vestirían la líbrea de los criados. Estaba ya de acuerdo con el mayordomo de la duquesa, afiliado también al Partido. Así se hallarían en el corazón de la fiesta y podrían hacer del general lo que quisieran. Mas precisábase prudencia que, aun en tales casos, cuando todo parece salir bien, una inepcia manda a paseo los planes mejor ensamblados. Él traía consigo, en aquella maleta, un bomba de relojería. Confiaría la bomba a Saverio por ser el más enérgico y decidido de todos. Saverio, fingiendo llevar unas viandas en una bandeja, entraría en las habitaciones de Tereso y escondería la bomba en el cuarto de baño. La bomba era potentísima, y el general no tenía probabilidad alguna de salvarse. Pues la bomba, además de las habitaciones de Tereso, derrumbaría la quinta entera o casi. Había sido preparada con un retardamiento de media hora a partir de su colocación. Ellos tendrían tiempo de huir por piernas y, llegados a la estación, tomarían el primer tren para la capital, donde, entretanto, los compañeros del Comité habrían provocado una insurrección. Así es que todo había sido organizado a la perfección. De modo que él, Saverío, que ahora estaba sentado frente a Perro, antes de tres días había de ser miembro del nuevo Gobierno que la revolución intentaba instaurar.

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