La quinta ventana. 60 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
El filo del fin (entre bueyes)
A la parrilla
Un verano, un escritor
La obsesión del Sr. Mendell
La del cuarto hasta las seis
La pieza de al lado
Bocetos
Caballeros
Como viene
Un gato el treinta y uno
Una pequeña ayudita
Bastante bien escritos y construidos, aunque se nota que es un primer libro y de una edición un poco entre amigos. Lo compré en Buenos Aires por poco dinero y fue una buena inversión.
Sus vecinos. Sus vecinos jóvenes.
Los ojos de sus vecinos jóvenes clavados en alguna pared medianera. Pensó que fifís podría ser la palabra para nombrarlos, o voulez vous y narices de oler mierda todo el tiempo por no sabía qué trabajo en una editorial de libros, con saco y corbata y un maletín saliendo él al barro del barrio, y ella profesora de yoga y más seca que lengua de loro.
Pero los espiaban, a él y a su familia, se metían en sus peleas y sus polvos, en el llanto de Miguel, en sus comidas. «En el asado no» decidió Eduardo mientras bajaba al descampado y avanzaba por el camino de cemento hacia el conjunto de monobloques. La mayoría de las ventanas enmarcaban luz amarilla-luz blanca, decenas de ojos por donde salían las frituras y los gritos, las manos de colgar la ropa, el miedo. Eduardo Escobar no vio todo eso pero reprodujo en su memoria la mirada enajenada del encargado del negocio de repuestos para autos donde trabajaba. La lista estaba lista. «Una patada en el culo —pensó— mañana o pasado. Me van a dar. Diez años de trabajo en la ratonera y un día chau. A vender bolsas de basura por la calle.» En la carnicería no encontró asado. Un pedazo de vacío y algunos chorizos, botella de tinto en el almacén. Sus vecinos jóvenes empezarían a dar vueltas en el parquet del comedor, pegarían sus orejas a la pared, saldrían al balcón para ver si el grandote.
El grandote llegó al edificio con las manos congeladas y no sintió diferencia en el amplio pallier de baldosones verdes. Pateó tres bollos de papel. Una cascara de naranja. Subió al ascensor con paneles de plástico rosa.
Elvira revolvía polenta de un minuto y Miguel se arrojo a sus brazos como solía ocurrir, se arrojó después a la bolsa y la destripó, abrió la boca, gritó papá trajo asado. Papá le cerró la manaza en su pelo castaño y suave: —No se tiene que enterar todo el mundo lo que vamos a comer.
Igual con el olor lo iba a saber medio edificio, pero los ve cinos jóvenes se relamerían antes desde el agujero oculto, mirando a su propia mujer lavar la lechuga, viéndolo a él limpiarse el culo en el inodoro, apareciendo en el primer bocado de chorizo, viendo a Miguel que de noche soñaba y despertaba tieso, empapado. Calentándose con las caricias apuradas que Eduardo a Elvira. Oyendo los estertores. Los latidos.
Le molestaba más que se rieran. Nunca los había oído, pero se reían. Agazapados en el placard los imaginó, retorciéndose de risa, buscando una y otra vez el ángulo justo del ojo en el orificio. Elvira se asomó al balcón: — ¿Qué pasó con la lista?
—Qué lista— Eduardo tajeó uno de los pedazos de carne. El cuchillo grande cortó limpio, el bocado subió a su boca perfectamente trincado, goteando. —La de los despidos, cuál va a ser— Ella se había recogí do el pelo teñido de cobre. Giró la cabeza hacia el come dor ; él vio ese cuello moreno con algunas hebras de pelo negro sobre la piel.
—Si no estoy en ésta, estaré en la próxima— dijo. Completó su vaso con el vino y sirvió otro hasta el tope. Los dos bebieron un trago. Antes de bajar las cabezas, sus miradas se cruzaron. —Nada te alegra—dijo ella.
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