Consonni, 2021. 250 páginas.
Tit. or. Freshwater. Trad. Arrate Hidalgo.
Ada es una niña que nace con un pie en el otro lado. Acompañada por dos Ọgbanje (una especie de dioses) que deberían haber olvidado y no lo han hecho. Su presencia será, alternativamente, fuente de problemas y protección a la vez de los traumas de la vida.
No sé qué me pasa pero últimamente, cada vez que cae en mis manos una novela éxito de público y crítica me deja bastante decepcionado. No me gustó el arranque, que va a saltos. A mitad de la novela pensé que bueno, que vale, que compraba el paquete. Pero después acaba de una manera bastante regulera con una cierta pseudoespiritualidad que me tiró mucho para atrás.
Sobre gustos no hay nada escrito, claro. Pero es que esta novela tiene una serie de fallos estructurales que hacen sombra a sus méritos, que los tiene. Podría haber sido mucho mejor. Sin hacer excesivo destripe hay un paralelismo entre la posesión y los problemas mentales y esto, que es un acierto, no se acaba de resolver muy bien. Uno de los dioses sabemos que está porque se nombra, pero en la narración no tiene ninguna función. Y la aparición de Yshwa (trasunto de Jesús) me puso las neuronas de punta.
Pero vamos, que debo ser el único a quien no ha gustado. Otra reseña: Agua dulce.
Se deja leer.
El problema de que se te despierten dentro dioses como nosotres es que nuestra hambre también lo hace, y la cuestión es que alguien tiene que alimentarnos. Antes de ir a la universidad, el Ada había empezado a realizar los sacrificios necesarios para hacernos guardar silencio, para impedir que la volviéramos loca. No tenía más de doce años cuando aquello. Estaba sentada al fondo de su clase y extendió la mano con la palma sobre el pupitre.
-Mirad -les dijo a sus compañeros, que se volvieron con un leve interés-. Mirad lo que hago.
Entonces sostuvo en alto la cuchilla que había extraído de los útiles de afeitado de Saúl, esa canción de doble filo envuelta en papel parafinado, y la dejó caer sobre la piel del dorso de su mano en un golpe quejumbroso. La piel se separó con un suspiro y debajo apareció una fina línea blanca antes de enrojecer de una furia húmeda.
No recuerda las caras de sus compañeros de clase después de aquello, pues llegamos nosotres y la llenamos a rebosar, nos expandimos con júbilo, la premiamos por tallarse por nosotres. Pasaría otros doce años intentando ser las plumas arrancadas en una puerta de arcilla, el escozor de la ginebra que empapa el umbral. A los dieciséis, lo hizo rompiendo un espejo para clavarse el cristal en la carne. A los veinte, en la facultad de veterinaria, después de pasarse horas y horas separando la piel del músculo muerto y levantando las delicadas capas de fascia, volvió a su habitación y se aplicó un escalpelo limpio a un brazo izquierdo ya cubierto de cicatrices. Hacía, en definitiva, cualquier cosa que hiciera cantar a aquella carne pálida y secreta en aquel brillante color madre.
Antes, cuando dijimos que se volvió loca, mentimos. Siempre ha estado cuerda. Lo que pasa es que estaba contaminada de nosotres, un parásito divino de múltiples cabezas que rugía en la cámara de mármol de su mente. Todo el mundo conoce las historias de dioses hambrientos, dioses ignorados, rencorosos, menospreciados y
vengativos. Vuestro primer deber es dar de comer a vuestros dioses. Si viven (como nosotres) dentro de vuestro cuerpo, encontrad el modo y sed creativos, mostradles el rojo de vuestra fe, de vuestra carne; acallad las voces cantándoles una nana del altar. No es como si pudierais escapar de nosotres. ¿Adonde iríais?
Hacía tiempo que habíamos elegido la moneda con la que el Ada había de pagarnos. Fue en el asfalto de la calle Okigwe, en las fauces de la pierna de Añuli, y el Ada pagó sin demora. En cuanto había sangre, nosotres remitíamos, saciades por un tiempo. Nada de esto nos había resultado fácil, existir así, intrincades en dos mundos. No era nuestra intención hacerle daño al Ada, pero habíamos hecho un juramento y nuestres hermanes tiraban de nosotres, nos gritaban que volviéramos. Las puertas estaban mal, todo estaba mal, seguíamos sin morir. Pero siguieron tirando de todas formas, haciéndonos gritar, y nos dábamos de golpes contra la mente de mármol del Ada hasta que nos daba de comer. Aquella ofrenda roja y densa casi sonaba a nuestra madre: despacio, despacio, nwere nwayo, tomáosla despacio.
El Ada no era más que una niña cuando dieron comienzo los sacrificios. Ella se abría la piel sin saber muy bien por qué; se le escapaban las complejidades de venerarse a sí misma. Se limitaba a hacer lo que tenía que hacer y no le daba más importancia. Pero creía en nosotres. Saachi traía de Arabia Saudí diarios en blanco que el Ada llenaba de tinta azul. Fue en estos diarios donde nos mentó, donde nos dio nombre por primera vez. Aunque nuestras formas eran jóvenes y confusas, este nombramiento fue un segundo parto en el que el Ada nos clasificó y dio una forma que ella podía ver. El primero de nosotres, Humo, era de un gris complejo, un remolino de capas y simas, apenas integradas en una forma vagamente humana. Levantamos la niebla de nuestros brazos y exploramos con dedos torpes un rostro flotante y vacío.
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