A. S. Byatt. Posesión.

julio 14, 2025

AS Byatt, Posesión
Círculo de lectores, 1993. 572 páginas.
Tit. or. Possession. A romance. Trad. María Luis Balseiro.

El descubrimiento por pura casualidad de dos borradores de cartas escritos por un famoso poeta victoriano abrirá una línea de investigación acerca del romance que pudo tener con una poeta de la época. El investigador que lo descubre y una estudiosa de la obra de la poeta intentarán resolver el misterio.

No me ha gustado. Normalmente, cuando digo esto, es porque el libro tiene algunos fallos que puedo señalar. No es el caso. El libro es una obra de orfebrería en la que se mezclan novela, imitaciones de poemas victorianos, diarios, cartas, etc. Pero no me ha despertado ningún interés ni la trama central, ni el romance victoriano, ni los poemas, ni las cartas que se envían, ni los diarios, diría que ni siquiera ninguno de los personajes. Aburrimiento total.

Al final se anima un poco, pero esperar 500 páginas para ver algo de interés como que no. Lo único que se salva son los dos o tres cuentos supuestamente escritos por la poeta victoriana que tienen su punto oscuro y un cierto atractivo. Para el resto del libro, está claro que no soy el lector de este libro que, por otro lado, tiene sus admiradores.

No me ha gustado.

Piénsese en eso, como pensaba en ello Roland releyendo «El jardín de Proserpina» quizá por duodécima vez, quizá por vigésima vez, un poema que «conocía» en el sentido de haber experimentado ya todas sus palabras, por su orden, y fuera de orden, en la memoria, en cita selectiva o cita errónea; en el sentido, también, de poder predecir, a veces incluso recitar, las palabras que venían a continuación, o que se acercaban desde más lejos, el lugar donde su mente se posaba como se cierran los dedos de un ave sobre la rama. Piénsese en eso: que el escritor escribía solo, y el lector leía solo, y estaban solos el uno con el otro. Es verdad que el escritor pudo estar también solo con las manzanas de oro de Spenser en La reina de las hadas; en el jardín de Proserpina, claridad luciente entre las cenizas y pavesas del lugar, pudo ver con los ojos de la mente la fruta de oro de la Primavera, pudo ver el Paraíso Perdido en el jardín donde Eva recordaba a Pomona y Proserpina. Estaba solo cuando escribía y no estaba solo entonces, todas esas voces cantaban, las mismas palabras, manzanas de oro, distintas voces en distintos lugares, un castillo irlandés, una casita escondida, ojos ciegos, redondos, grises, de paredes elásticas.
Hay lecturas —de un mismo texto— obligadas, lecturas de topógrafo y de anatomista, lecturas que oyen un susurro de sonidos no oídos, que cuentan pequeños pronombres grises por placer o por estudio y que durante algún tiempo no oyen oro ni manzanas. Hay lecturas personales, ávidas de sentidos personales, estoy lleno de amor, o de asco, o de miedo, voy buscando el amor, o el asco, o el miedo. Hay —de veras— lecturas impersonales, en las que los ojos de la mente ven avanzar las líneas y los oídos de la mente las oyen cantar y cantar.
De vez en cuando hay lecturas que ponen de punta los pelos del cuello, la pelleja inexistente, y los hacen temblar, cuando cada palabra arde y reluce dura y clara, infinita y exacta, como piedras de fuego, como puntos de estrellas en la oscuridad: lecturas en las que el conocimiento de que vamos a conocer lo escrito de otra manera, o mejor, o satisfactoriamente, se adelanta a toda capacidad de decir qué conocemos ni cómo. En esas lecturas, la sensación de que el texto ha aparecido para ser enteramente nuevo, nunca antes visto, va seguida, casi de inmediato, por la sensación de que estuvo ahí siempre, de que nosotros los lectores sabíamos que estaba ahí, y siempre hemos sabido que era como era, aunque ahora reconozcamos por primera vez, tomemos plena consciencia de, nuestro conocimiento.

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