Colección de 13 explicaciones ensayos sobre diferentes temas, habitualmente relacionados con el yo y la cotidianeidad. Más poéticos -en ocasiones indistinguibles de un relato- que eruditos, pero con la profundidad suficiente para hacernos reflexionar.
La mitad me han gustado mucho, especialmente los que tocan temas autobiográficos. La otra mitad me ha dejado completamente indiferente, sobre todo algunos del principio. En conjunto una buena lectura.
[…]Puedo vislumbrar a mi madre en algún día desesperado, pilas de ropa para planchar, camas deshechas, la cocina repleta de trastes sucios, reclamándose: «Cómo me metí en esto», y barajando las etapas de su vida hasta ese instante en que nació la primera hija y todo pareció acontecer anónimamente, ya no a ella sino a una mujer ataviada de mamá. La puedo presentir arrepentida cuatro hijos después, a pesar del amor absoluto y célebremente incondicional, con los planes ya en transición hacia la añoranza. La puedo ver fija en alguna ensoñación donde ella no se pospuso indefinidamente, como si hubiera espacio después para retomar las zonas truncas o parasitadas por la maternidad. ¿Dónde queda uno mismo en todo eso?
Raymond Carver, en su ensayo «Incendios», confesó que la influencia principal en su literatura fueron sus hijos, no Hemingway ni Joyce ni algún otro escritor. Y no se refería a una influencia positiva, a que sus hijos le provocaran una inspiración permanente y dichosa, sino negativa por la intensa depredación, el tiempo carcomido, canibalizado, distorsionado. La realidad de este hecho brutal le cayó encima en una lavandería, mientras esperaba a que se desocupara una de las secadoras. Supo que el resto de su tarde se disiparía en la paternidad enloquecida y la conciencia sitiada por las exigencias de sus hijos. Mis padres, en la medida de sus aspiraciones, habrán experimentado algo semejante más de una vez por semana, saliendo del súper o mientras nos preparaban para la escuela: una perplejidad desarticulada y sin centro, pues sus propias personas ya eran fragmentarias. Carver confesó también que escribió cuentos y no
novelas porque fue padre. La renuncia habrá sido paulatina, una frase corta en vez de una larga, una trama con final manifiesto y no prolongado, ya que en cualquier momento alguien podría interrumpirlo para pedirle más de esto, menos de aquello. Mi padre armaba proyectos y su prisa por ejecutarlos era destructiva; mi madre leía libros y revistas ya muy entrada la noche para retomar un conocimiento desperdigado por la falta de continuidad. En los tres casos, los hijos eran los dueños perpetuos de cada una de esas vidas falsamente propias y el trueque, cuando lo había, era siempre desigual. La posesión distaba de ser mutua; yo la recuerdo más bien como una rebatiña: tanto papá y tanta mamá para ti, tanto y tanta para mí. Lo que quedaba eran sobras, aquellos espectros que cerraban las puertas y apagaban las luces, al servicio de uno las veinticuatro horas. Yo los podía oír desde mi cama: a ellos, los papas.
Pero mi descripción o sensación no pretende demostrar nada. Ciertamente no procrear lo sitúa a uno en una coyuntura curiosa, sin distracciones ni desviaciones, en pleno dominio de algo que quizá ni siquiera se aprecia por completo; uno se pertenece y al cabo se percata quizá de que la persona se extingue si no se pone en riesgo y de que se va difuminando en una mente nerviosa y perfeccionista. La influencia de la falta de hijos puede ser hasta más sobrecogedora, una privación tan intensa que provoca alucinaciones de una multitud en la cabeza cada vez que uno hurga y escucha el ruido de nadie.[…]
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