Editorial Espasa-Calpe, 1975. 160 páginas.
La colección Austral tiene buenos títulos y en su momento a buenos precios. Pero si en las primeras ediciones las portadas se deshacían en las manos, en las nuevas -de hace 30 años- es el libro el que se desencuaderna. Casi podía leerlo en fascículos.
Los cuentos incluidos en este relato son los siguientes:
Flores tardías
El gordo y el flaco
Un caso en la rutina de los juzgados
El preceptor
En la casa de baños
La lota
El cazador
El malhechor
La tristeza
La corista
El invitado inquieto
La bromita
Ana colgada al cuello
Una casa con buhardilla
El Pechenega
Retratos de personajes, situaciones y costumbres muy reales, que me han recordado en algunos momentos a Leopoldo Alas. Algunos ya los había leído en otras compilaciones, como La corista, dónde la catadura moral de la familia bien es bastante inferior a la de la corista. La melancolía de Flores tardías o lo crudo de La tristeza emociona pese -o a causa de- su naturalismo. Otros, como El Pechenega, te mantienen con una sonrisa en los labios.
Relatos que no envejecen, conté en una sesión el cuento de Un caso en la rutina de los juzgados recién leído y podía estar escrito hoy. Me encanta Chejov, su teatro y sus cuentos. Un verdadero genio.
Puedes descargar muchas obras de Chejov aquí:
Chejov, Anton Pavlovich (1860-1904)
Extracto:[-]
UN CASO EN LA RUTINA DE LOS JUZGADOS
El hecho ocurrió en el juzgado de distrito de N., durante una de las últimas sesiones.
Ocupaba el banquillo de los acusados el trabajador de N., Sidor Shelmetsov, un hombre de unos treinta años, con rostro inquieto de gitano y ojos astutos. Se le acusaba de robo con escalo, estafa y vivir a costa ajena. La última acción ilegal consistía en atribuirse títulos que no le pertenecían. Le acusaba el sustituto del fiscal. La cantidad de estos sustitutos de fiscal era infinita. No se distinguían por ningunos indicios ni ningunas cualidades que dan popularidad y sólidos honorarios: eran lo que parecían. Hablaba por la nariz, no pronunciaba la letra le, se sonaba a cada minuto.
La defensa corría a cargo de un famosísimo y popularísimo abogado. A ese abogado le conocía todo el mundo. Se citaban sus magníficos discursos, su nombre se pronunciaba con veneración…
En las novelas malas, que terminan con la total absolución del héroe y los aplausos del público, desempeña un papel importante. En esas novelas hacen derivar su apellido del trueno, de los relámpagos y de otros elementos no menos convincentes.
Cuando el sustituto del fiscal supo demostrar que Shelmetsov era culpable y que no merecía indulgencia, cuando lo puso en claro y dejó convencidos a todos, dijo «He terminado», se levantó el defensor. Todos prestaron atención. Eeinó el silencio. El abogado se puso a hablar y… ¡se fueron al diablo los nervios del público de N.! Estiró su cuello ligeramente moreno, inclinó la cabeza a un lado, sus ojos resplandecieron, alzó las manos, y una dulzura inexplicable se derramó en los oídos tensos delpúblico. Su lengua vibró en los nervios como en una balalaika… Después de sus dos o tres primeras frases alguien del público lanzó un profundo suspiro y sacaron de la sala a una señora empalidecida. Al cabo de tres minutos el presidente se vio obligado a coger la campanilla y tocar tres veces. El alguacil, con su naricilla encarnada, se agitó en su silla y empezó a mirar amenazante al público arrastrado por el entusiasmo. Todas las pupilas se dilataron, los rostros palidecieron, se alargaron, con la espera apasionada de las frases siguientes… ¿Y qué era lo que ocurría en los corazones?
—¡ Señores del Jurado: Somos hombres y, por tanto, vamos a juzgar con clemencia! —dijo el defensor, entre otras cosas—. Este hombre, antes de comparecer ante vosotros, ha sufrido seis meses de prisión preventiva. ¡A lo largo de seis meses su mujer se ha visto privada del amante esposo, y en los ojos de los niños no se han secado las lágrimas ante la idea de no tener junto a ellos a su querido padre! Tienen hambre, porque no tienen quien les dé de comer; lloran, porque son profundamente desgraciados… ¡Mirad, por favor! ¡Tienden hacia vosotros sus manecitas, pidiendo que les devolváis a su padre! No están aquí, pero os los podéis imaginar. (Una pausa.) Reclusión… ¡Ejem!… Lo han encerrado junto con ladrones y criminales… ¡A él! (Una pausa.) Es necesario imaginar únicamente su sufrimiento moral en este encierro, lejos de su mujer y de sus niños, para… Pero ¡¿a qué hablar?!
Entre el público se oyeron algunos sollozos… Una jovencita, que llevaba un gran broche en el pecho, se echó a llorar. A continuación lloriqueó su vecina, una viejecita.
El defensor hablaba y hablaba… Evitaba los hechos y se apoyaba mayormente en la psicología.
—Conocer su alma significa conocer un mundo aparte, especial, lleno de movimiento. Yo he estudiado ese mundo… Al estudiarlo, lo confieso, he estudiado primero al hombre. He comprendido al hombre… Cada movimiento de su alma me dice que en mi cliente tengo el honor de ver al hombre ideal…
El alguacil dejó de mirar amenazador y metió la mano en el bolsillo para sacar el pañuelo. Sacaron de la sala a otras dos señoras. El presidente dejó en pazla campanilla y se puso los lentes para que no vieran las lágrimas que habían invadido su ojo derecho. Todos sacaron sus pañuelos. El fiscal, ese hombre de piedra, ese témpano, el más insensible de los mortales, empezó a girar inquieto en el sillón, enrojeció y se puso a mirar bajo la mesa… Las lágrimas brillaron a través de sus lentes.
«¡ Tenía que haber renunciado a la acusación! —pensó—. ¡Para sufrir semejante chasco! ¿Eh?»
—¡Fijaos en sus ojos! —proseguía el defensor, a quien le temblaba la barbilla, le temblaba la voz y a sus ojos asomaba el alma sufriente—. ¿Acaso estos ojos dóciles, afectuosos pueden mirar con indiferencia el crimen? ¡Bajo esos pómulos calmucos se ocultan unos finos nervios! ¡ Bajo ese pecho rudo y tosco late en el fondo un corazón inocente! ¡¿Y vosotros, hombres, os atreveréis a decir que es culpable?!
Aquí ya no pudo soportarlo ni el propio acusado. También le llegó el turno de echarse a llorar. Parpadeó, se echó a llorar y se revolvió inquieto…
—¡ Soy culpable! —empezó a decir, interrumpiendo al defensor—. ¡ Soy culpable! ¡ Eeconozco mi culpabilidad! ¡He robado y he cometido estafas! ¡Soy un hombre execrable! ¡ Cogí el dinero del baúl, el abrigo de piel robado se lo mandé guardar a mi cuñada!… ¡Lo confieso! ¡ Soy culpable en todo!
Y el acusado contó cómo habían sucedido lo hechos. Le condenaron.
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