Connie Willis. Cese de Alerta.

septiembre 27, 2024

Connie Willis, Cese de Alerta
Ediciones B, 2013. 628 páinas.
Tit. Or. All clear. Trad. Paula Vicens.

Segunda parte de un libro que en su edición original se publicó en un tomo y que aquí tuvimos que esperar dos años para la traducción. Si llego a encontrarme con el que tomó la decisión editorial le doy con un bate de beisbol. Se cierran los arcos abiertos en la primera parte con el habitual buen hacer de la autora y solo por la conversación entre la protagonista y el anciano actor hubiera merecido la pena leer el libro.

Muy bueno.

—No es por el espectáculo —dijo—. Es… No quería decírselo, porque temía que pudiera… pero he conocido a un joven. Nos llevamos muy bien y…
—Un joven —dijo él, despacio—. Exactamente, ¿cuan joven es?
—Mucho más joven que… —Calló y se mordió el labio, como si solo entonces se hubiera dado cuenta de lo cruel que estaba siendo, y luego añadió apresuradamente—: Hace solo unas semanas que le conocí, aquí, y su regimiento embarcará una de estas semanas, así que no nos queda mucho tiempo.
Al menos esto último era cierto. Ya casi no quedaba tiempo.
—Lo entiende usted, ¿verdad? Ha estado enamorado, ¿no?
—Sí —dijo él en voz baja—. Lo he estado. —Se quedó allí sentado, mirándola, con una expresión indescifrable.
«Lo he logrado —pensó Polly—. He conseguido alejarlo, por su bien, y herirlo cruelmente. ¡Cuánto lo siento, sir Godfrey! Pero es por su propio bien.»
—Lo siento —dijo, despreocupadamente—. Me temo que tengo que irme enseguida. —Se inclinó para atarse la cinta del zapato—. Tengo que cambiarme de ropa.
—Por supuesto —dijo él—. Lo entiendo. Tiene que hacer su entrada. —Observó cómo luchaba con el zapato y luego se levantó con mucho cuidado, cogió el abrigo del biombo y se volvió para marcharse.
«Nunca volveré a verle», pensó ella, sin apartar los ojos del zapato.
—Adiós —se despidió sin alzar la cabeza.
Él apartó la silla, agarró el pomo, se quedó quieto un momento y luego se volvió a mirarla.
—¿Le he dicho alguna vez lo mala actriz que es, Viola?
A Polly se le aceleró el corazón.
—¿No decía que había nacido para estar en un escenario? —repuso, alzando la barbilla.
—Eso decía —repuso él—. Pero no porque sepa actuar. Sus actuaciones no convencen ni a Trot. Ni siquiera a Nelson.
-Entonces es una suerte que haya rechazado su oferta, ¿no? —le dijo, furiosa—. Por suerte, el público de la AESN no es tan crítico. —Pasó junto a él para coger el vestido de la estación de tren—. Ahora, si me perdona…
—No hay nada que perdonar —dijo él—, a no ser quizás esa innecesariamente desagradable alusión a mi edad. Pero intentaba alejarme…
«Y no he tenido éxito», pensó Polly.
—… así que tiene excusa que haya recurrido a medidas extremas. Está hecha para los escenarios —le dijo—, pero no por su habilidad para disimular sino más bien por lo contrario: porque todo lo que siente se refleja en su rostro. Sus pensamientos, sus esperanzas… —La miró duramente—. Sus temores. Es un raro don. Ellen Terry lo tenía, en contadas ocasiones, Sara Bernhardt… aunque no es una pura bendición. Hace prácticamente imposible mentir, como ha estado usted intentando de manera tan obvia durante este último cuarto de hora. Es igualmente evidente que está usted metida en algún lío…
—Eso es absurdo —le dijo ella—. Ya se lo he dicho. He conocido a un joven. Estamos enamorados…
Sir Godfrey cabeceó.
—Sea cual sea la razón por la que ha rechazado mi propuesta, no es un jovencito imberbe al que conoció después de una función. Está claro que su problema es uno que cree usted que debe afrontar sola. ¿Por eso se oculta de sus amigos? —Ladeó la cabeza, inquisitivo—. Quizá tenga razón al hacerlo. Iliria es un lugar peligroso. Pero el silencio no es siempre la mejor defensa. —La miraba fijamente—. ¿Está segura de que no puedo ayudarla?
«Nadie puede —pensó Polly—. Lo estoy poniendo en peligro por el simple hecho de estar aquí hablando con usted. Por favor, váyase. Si me quiere, por favor…»
—Dos minutos —anunció Reggie, asomando la cabeza.
Polly no había estado nunca tan contenta en su vida de ver a alguien.
—¡Voy! —gritó—. Siempre es un placer verlo, sir Godfrey, pero como puede ver, el espectáculo no espera.
—Muy bien. Representaremos la escena como la ha escrito usted. Ha encontrado a un joven enamorado y no tiene tiempo para un viejo que siente debilidad por usted. Yo, por mi parte, con el corazón roto, me batiré en retirada y buscaré otro príncipe. La señorita Laburnum quedará muy bien con calzas.
—Siento que haya tenido que venir hasta aquí para nada —dijo Polly, descolgando el vestido de la percha.
—¡Oh, no ha sido para nada! —repuso él—. He aprendido muchísimo y he encontrado un teatro para nuestra comedia musical. Cuando venía anoche hacia aquí tomé por Shaftesbury y vi que el Phoenix estaba libre, así que lo arreglé con el propietario, que es un viejo amigo mío con el que hice El rey Lear, para que nos lo cediera para representar La bella durmiente. Si cambia de opinión…
—No lo haré.
—Si cambia de opinión —repitió tenaz—, estaré allí esta noche y mañana, entre bastidores, buscando posibles decorados e intentando anticiparme al desastre. Así que si su joven resulta ser un estúpido y un canalla y lo reconsidera…
—Sé dónde encontrarle —le dijo ella rápidamente, metiéndose detrás del biombo—. Ahora, lo siento de veras, pero tengo que cambiarme. Adiós. —Se quitó la bata y la dejó en el biombo—. Salude a todos de mi parte, ¿quiere?
—Sí, mi señora —dijo sir Godfrey, y menos mal que estaba detrás del biombo y no pudiera verle la cara, porque esa era la última frase de la escena final de lady Mary con Crichton. Tuvo que apretarse el vestido contra el pecho para no tenderle impulsivamente la mano, tal como habría hecho lady Mary, para evitar decir: «Nunca lo abandonaré.» Tragó saliva—. Dígales que mucha mierda —dijo débilmente.

—La Bella tuvo que pagar un precio por haber entrado en el jardín de la Bestia, así que usted también tendrá que hacerlo. Al fin y al cabo, mi actual problema es culpa suya. Si anoche hubiera muerto, me habría librado de representar la comedia musical. Ahora tendré que aguantar a la señora Wyvern un mes entero. La hago enteramente responsable de ello.
«Y lo soy —pensó Polly—. Lo soy.»
—Me parece que lo mínimo que puede hacer por abocarme a lo que es, literalmente, un destino peor que la muerte —prosiguió sir Godfrey—, es hacerme compañía durante mi ordalía.
—Sí, de acuerdo. Se lo prometo. Actuaré en la obra si me cuenta…
—Estupendo. «Cantaremos como dos pájaros enjaulados» en cuanto encuentre otro teatro. Quizás el Windmill nos ceda su escenario durante un mes. Podemos mandarla a pedírselo, vestida con sus elocuentes bombachos…
—Me ha prometido decírmelo si pagaba el precio. ¿Cómo le salvé la vida, si es que lo hice?
—Lo hizo. Lo ha estado haciendo, dulce Viola, todos los días y todas las noches desde que entró en mi vida. Y ¡qué entrada tan triunfal! Digna de la divina Sarah. Un golpe en la puerta y usted allí, en el umbral, asustada, hermosa, perdida. Una criatura de otro país arrastrada hasta la orilla de St. George, la encarnación de todo lo que yo creía que la guerra había destruido. —Le sonrió—. Durante esas primeras noches del Blitz, me parecía que no solo los teatros sino el teatro en sí y el Bardo habían sido víctimas de la guerra, que los conceptos de honor y valor y virtud de Shakespeare habían sucumbido, asesinados por Hitler y su Luftwaffe. Tenía la sensación de haber muerto con esas ideas.
«Entonces llegó usted —dijo—, con el aspecto de las protagonistas y las hijas amorosas de Shakespeare; Miranda y Rosalinda y Cordelia y Viola combinadas en una sola persona. Recuperé la fe.
Estaba equivocada. Al decirle que le había salvado la vida hablaba en sentido figurado, no literalmente, así que su teoría era errónea.
—¿Qué pasa? —le preguntó sir Godfrey, ceñudo—. ¿Por qué está tan decepcionada? ¿Lamenta haber salvado a un anciano de la desesperación?
—No, claro que no. Es que creía que se refería usted a que le había salvado realmente la vida.
—Pero si lo ha hecho. Un hombre puede morir desangrado de cien maneras distintas. Puede ser rescatado tanto de los escombros de la amargura y de la desesperación como de las ruinas del Phoenix. ¿Cuál de los rescates es más real? ¿Qué tuvo más importancia en Agincourt, los arcos largos o el discurso de Enrique el Día de San Crispín? ¿Qué importa más en esta guerra de ahora, los Panzer o el valor, las bombas de alto impacto o el amor? Nada de lo que pueda haber hecho por mí, querida niña, ha sido más importante que el hecho de haberme devuelto esperanza.

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