Nova, 2000. 510 páginas.
Tit. Or. Saint Leibowitz and the wild horse woman. Trad. Rafael Marín.
Me gustó Cántico por Leibowitz, una historia donde tras una guerra nuclear los monasterios funcionan como en la edad media de depositarios del saber.
Esta continuación la encontré de saldo y no me daba muy buena espina; aunque leo los libros de ciencia ficción bastante pronto, este lo he tenido medio olvidado. Con razón. Ambientada en una de las épocas del anterior libro ilustra el conflicto entre los tres poderes que se reparten la devastada norteamérica: la iglesia, los nómadas y el incipiente poder imperial.
El libro es grueso y me lo ha parecido más. La historia de amor imposible es lo único que me ha merecido la pena, y me dejó triste. Demasiado libro para tan poca chicha.
Calificación: regular.
Extracto:[-]
El subsiguiente interregno duró doscientos once días, mientras cientos de cardenales reñían y el pueblo de Valana arrojaba piedras a los carruajes de sus servidores. Finalmente, la Divina Providencia inspiró al cónclave a elegir a Rupez Cardenal de Lonzor, también del sur del río Bravo, y el más anciano y enfermo de los miembros del Sacro Colegio. Tomó el nombre de su predecesor de santa memoria, convirtiéndose en Alabastro III, e inmediatamente revocó el decreto de su predecesor con una encíclica (también ad perpetuam rei memoriam) que devolvió el meridiano cero a su antigua localización, pues los eruditos de la Orden de Leibowitz le habían asegurado que la «Bruja Verde» no había sido la morada de una bruja, sino sólo el nombre de un antiguo pueblo en una lejana isla que había quedado despoblada por el Diluvio de Fuego::». Una vez más se sospecharon motivos políticos. Los occidentales se opusieron al cambio, y el anciano murió mientras dormía después de haberse comido un plato de liebre cocinada en vino y vinagre, sazonada con cebollas salteadas y hojas de laurel.
Los cansados cardenales regresaron de nuevo a Valana. Esta vez el nombre del abad Jarad Cardenal Kendemin resultó nominado casi al inicio del cónclave, y, contra su voluntad, recaudó el apoyo de casi el quince por ciento de los electores antes de que se corriera la voz de que Dom Jarad, de ser elegido, murmuraría el «Non accepto!» que no se había oído desde hacía casi dos mil años, cuando san Pedro Murro, el papa Celestino V, les habló inútilmente desde su caverna de eremita, sólo para ser arrastrado al trono por un desesperado Colegio.
Esta vez, el cónclave buscó en vano a uno de sus miembros que no fuera sospechoso de lealtad al Imperio o a la burocracia valana y sus aliados occidentales. Se propuso el nombre de Elia Ponymarrón, pues el Diácono Rojo era abogado y diplomático, y un hábil negociador, pero su relativa juventud, su reputación de manipulador, y el hecho de que tendría que ser ordenado sacerdote y luego nombrado obispo antes de que pudiera aceptar el papado pesó contra él. Sólo Dom Jarad, que nunca había sido un buen juez de caracteres, ofreció todo su apoyo a su amigo, pero Ponymarrón no quiso aceptar.
No hay comentarios