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Dedicado a los cuentos de Fred Hoyle, astrofísico que hizo importantes contribuciones a la nucleosíntesis estelar, pero que defendía la teoría del estado estacionario. Estaba en contra del big bang, nombre que acuñó él como burla pero que acabó imponiéndose. La ironía. También creía en la panspermia, que la vida vino de otro planeta.
Como escritor de cuentos, fatal. Ya había leído alguno suelto por ahí pero todos juntos ha sido más de lo que mi pobre corazoncito ha podido soportar. Y eso que alguna idea buena se encuentra, pero tan mediocremente ejecutada y en algunos casos tan desaprovechada que tiran por tierra cualquier virtud. Dejo de muestra el más conseguido.
Malo
El trabajo de agente es un trabajo solitario. El agente número treinta y ocho de la zona once pensaba esto mientras redactaba, quizás por vigésima vez, su informe. Ni siquiera tenía un nombre decente por el que fuese conocido. Solo número treinta y ocho de la zona once, nada más. Era irritante, degradante casi.
Los informes sobre ovni eran, claro está, muy frecuentes. Lo habían sido durante veinte años. Para apaciguar la ansiedad pública, había sido necesario realizar una investigación oficial; esto había sido unos diez años atrás. Los resultados no habían tenido una acogida demasiado buena en algunos sectores. Se había considerado a muchos de los testigos sujetos irresponsables ansiosos de publicidad. Unos mentirosos, ni más ni menos. Y los más honrados habían sido calificados de víctimas de complejos de ansiedad. Esta era la opinión del agente treinta y ocho en aquella época. No eran más que un hatajo de psicóticos. ¿Cómo podían aquellos seres recorrer la atmósfera, o desplazarse fuera de la atmósfera, a las fantásticas velocidades que se pretendía? La aceleración los habría destruido en un instante.
De acuerdo con los expertos, los complejos de ansiedad funcionan más o menos así: uno se halla exaltado interiormente por una cosa u otra. En el mundo real, no puede encontrar un desahogo para sus emociones contenidas. En consecuencia, inventa un mundo fantástico. Así uno se fuerza a ver y oír cosas… y eso son los ovni. En suma uno se vuelve loco.
El agente treinta y ocho podía creer muy bien que estaba padeciendo un complejo de ansiedad. ¿Quién podría estar exento de tal cosa después de los problemas de los últimos años? Pero, ¿cómo, en su caso, podría ayudar en algún sentido el localizar un ovni a su contenida psicosis? En vez de ayudarle, sería el desastroso final de su carrera. ¿Debería entonces prescindir de su informe? ¡Bah, al infierno con eso! Había pensado en esta posibilidad centenares de veces, y centenares de veces la había rechazado. Toda su formación era contraria a ello: prescindir de un informe era una de las cosas que uno sencillamente no podía hacer.
Por supuesto, su informe tendría un rasgo insólito que lo diferenciaría. No solo había localizado al ovni, sino que había detectado una transmisión electromagnética procedente de él. En una zona insólita de la banda de onda, además. El agente treinta y ocho no podía entender por qué había de transmitir en una longitud de onda tan corta. Pero, después de todo, aquello no era asunto suyo. Y enviar su informe sí lo era.
Evidentemente la transmisión era en clave. Aunque no había conseguido descifrarla, quizás los especialistas pudiesen hacerlo. Entonces quizás no pensasen ya que él estaba chiflado. Pero lo más probable era que fracasaran, lo mismo que había fracasado él, lo cual le colocaría en una situación difícil. Pensarían que se lo había inventado todo. Dirían que su psicosis era muy grave. Le enviarían enseguida a algún lugar tranquilo para que se recuperase.
Bueno, quizás eso no fuese tan desagradable, después de todo. Quizás en lo profundo de sí mismo, fuera eso lo que quería. Quizás fuera esa la razón de su psicosis.
Dave Johnson miró hacia fuera por la escotilla de estribor. Había cuatro en el espacio: Bill Harrison, Chris Yolantis, Stu Fieldman y él. Era por fin el final de un duro y constante aprendizaje. Pero había cosas para las que podías entrenarte y prepararte y otras para las que no podías. Por ejemplo, el silencio, aquel luminoso y extraño silencio. Te hacía tomar conciencia de todos los pequeños ruidos que podías oír en la Tierra, incluso en lugares en los que se suponía que existía una calma total. Durante las primeras dos semanas habían puesto discos y habían hablado sin cesar. Pero luego pasaron a comprender que hablaban simplemente para tapiar el silencio. Y entonces les había parecido mejor en cierto modo aceptar el silencio. Así que cesaron los discursos. La mayoría de lo que ahora decían lo decían en tenso y directo anglosajón.
Dave dudaba que alguno de ellos se hubiese recuperado realmente desde el principio. Una vez eliminado el efecto de la tensión de la salida, había contemplado la luminosa esfera de la Tierra alejándose progresivamente de ellos. Al principio llenaba casi la mitad del cielo. Pero, día tras día, había ido disminuyendo su tamaño. Ahora era tan solo un punto, como Marte o Júpiter. Y esto destruía terriblemente la moral: ver tu hogar retrocediendo implacablemente a inmensas e insondables distancias. Sabías que allí fuera, alejados por casi sesenta millones de kilómetros, los seres humanos continuaban sus vidas diarias… Los niños iban a la escuela, los adultos al trabajo, las amas de casa hacían sus tareas, corrían los coches por las carreteras… sabías todo eso, pero no podías creerlo. Pronto llenaría su cielo otro planeta. Sobre el papel todo era fácil. Entrarían en la atmósfera de Venus. Cruzarían las blancas nubes y luego volarían varias veces circundándolo. No iban a aterrizar, porque los científicos estaban completamente seguros de que Venus estaba totalmente cubierto por el océano. Luego, sencillamente, saldrían de su órbita y volverían a la Tierra.
Era difícil que algo fuera mal. El problema de volver a cruzar la atmósfera de la Tierra había sido resuelto hacía años. Ellos mismos habían hecho cuatro vuelos fuera de la atmósfera durante su período de instrucción. Y el problema de acceso a la atmósfera de Venus no tenía por qué ser, en principio, diferente al que planteaba la de la Tierra. La serie de vehículos espaciales que habían orbitado Venus en las dos últimas décadas habían demostrado de modo concluyente que su atmósfera solo contenía gases inofensivos: nitrógeno, bióxido de carbono y agua.
Dave se preguntaba hasta qué punto serían exactas las ideas de los científicos. Las nubes a través de las cuales penetraría muy pronto la nave espacial eran, por lo que se creía, solo cristales congelados de bióxido de carbono; nubes de cirros de hielo seco, en realidad. Pero supongamos que los científicos estuvieran equivocados. Supongamos que las nubes continuasen ininterrumpidamente hasta la superficie del océano. Supongamos que los océanos estuviesen hirviendo.
La salida de Venus estaría controlada y dirigida desde la Tierra. Esto era cómodo, al menos. Esto era al menos un consuelo. Aseguraría el que la nave acelerase para situarse en la órbita más favorable para el viaje de vuelta. Ellos estarían bajo las nubes venusianas, y no podrían ver el espacio exterior, y desde luego no podrían de ninguna manera determinar la trayectoria exacta que les condujese a la Tierra. De hecho, la gente de tierra podría hacerse con el control en cualquier momento. Era una precaución por si todos se volvían locos.
La nave espacial comenzó a penetrar en la atmósfera de Venus. Las alas laterales comenzaron a ser activadas por la presión gaseosa exterior.
Dentro de la nave, ahora que había terminado la larga espera, la tripulación se hizo de nuevo racional y activa. Eran momentos críticos. Harrison, piloto jefe, se hizo cargo del panel de control.
—Ahí lo tenemos, muchachos —masculló—. Esto es lo que vinimos a buscar.
Observaban el indicador de velocidad: la aguja descendía y descendía implacablemente. Cuando llegó a la mitad del indicador inicial, supieron triunfalmente que lo demás era fácil. Era ya solo cuestión de minutos.
Iban descendiendo a velocidad de crucero, trescientos kilómetros por hora. Harrison ajustó los poderosos motores; ya no era necesario tanto para mantener uniforme la velocidad, pues la nave se sostenía ahora por el impulso aerodinámico de los gases a través de los cuales se movía, como un avión normal.
Las nubes tenían bajo ellos un resplandor fantástico, mucho mayor que el de las nubes terrestres. El altímetro mostraba que se encontraban a veinte kilómetros de la superficie del planeta. Harrison situó la nave en una posición de descenso suave.
Cuarenta kilómetros de distancia de la superficie… quince kilómetros… ya estaban entre las nubes. Todos los ojos fijos en el altímetro ahora. Dave sabía exactamente lo que estaban pensando los otros: «Dios quiera que todo vaya bien». Miró el indicador de temperatura: 75°C. bajo cero en el exterior… muy baja, la nave debía de estar aún a bastante distancia de la superficie. El altímetro funcionaba bien.
Lentamente disminuía la intensidad de la luz. Doce kilómetros de altura ya. A los diez kilómetros salieron bruscamente de la resplandeciente y blanca pared de nubes, para contemplar algo que era fantásticamente similar a la Tierra: el brillo azul bajo ellos causado por la difracción molecular, las nubes no disgregadas de mucho más abajo, probablemente nubes de agua sobre el océano. Pero había algo extraño, sin embargo, la claridad era más o menos similar a la de un día despejado en la Tierra. Pero allí no había sol. El sol quedaba oculto ahora tras las nubes de bióxido de carbono que tenían encima.
La tripulación daba vivas por la nave. Se daban unos a otros palmadas en la espalda. Había sido todo muy fácil, se decían. Y también lo sería lo que les faltaba por hacer. Solo tenían que volar unas cuantas veces alrededor de aquella pequeña pecera. Luego otra vez al espacio exterior, camino de la Tierra de nuevo, camino de la fama… sí, la FAMA, con letras luminosas, muchacho. El hombre, desde que había sido hombre, había mirado hacia el cielo, hacia Venus, la Estrella de la Mañana. Pero ellos, Dave Johnson y Compañía, eran los primeros que veían Venus, los primeros que llegaban allí y podían reclamar para sí la diosa. Extasiados, contemplaban las nubes que se extendían bajo ellos. ¿Qué cubrirían?
Dos horas más tarde vieron las primeras hendiduras. Pudieron atisbar un poco de océano y lanzaron un burlesco viva en honor de los científicos. Los cabrones habían acertado. Pero una cosa era exponerlo doctamente en una segura sala de conferencias y otra muy distinta cruzar el vacío del espacio… unos sesenta millones de kilómetros. Dios mío.
Cuando al fin se acercaron al lado oscuro del planeta, las nubes de abajo se difuminaron y por último desaparecieron. A la luz del crepúsculo pudieron ver ante ellos un vasto y aparentemente ilimitado océano.
Tardaron más de cinco horas en cruzar la zona oscura. Luego, durante dos horas, después de llegar a la parte auroral del planeta, se vieron de nuevo sobre mar abierto. Luego, al aproximarse a las regiones subsolares, más nubes bajas con esporádicos huecos.
Tras el primer circuito el viaje se hizo francamente aburrido. Les habría gustado descender más, pero tenían órdenes estrictas de mantenerse por encima de los ocho mil metros de altura. Se consideraba que más abajo la atmósfera era demasiado densa para poder realizar un despegue seguro. Y como no sabían exactamente cuándo habría de producirse el despegue, nadie sentía tentaciones de arriesgarse más al océano.
Cuando la señal de despegue llegó por fin, al finalizar el tercer circuito, ninguno de ellos lo lamentó. Significaba que disponían de cinco minutos para colocarse en posición, que faltaban quince minutos para que sintiesen en sus cuerpos los efectos de la aceleración, quince minutos para que iniciasen de nuevo el camino de vuelta.
Pasaron los segundos, alargándose imperceptiblemente en minutos. Dave Johnson se preguntó si se atrevería a echar una rápida ojeada a su reloj. Decidió no hacerlo. Su noción del tiempo se habría deformado sin duda. Esperaban llenos de ansiedad. Escuchando el ruido de los motores. Así durante un tenso período hasta que uno de ellos habló.
—Voy a echar un vistazo, amigos —dijo Yolantis.
Le oyeron moverse. Si los motores se ponían en marcha entonces, Chris quedaría pulverizado… literalmente pulverizado.
—Treinta y un minutos —le oyeron murmurar. Luego Yolantis lanzó un grito de terror. Le encontraron en la escotilla principal. La nave estaba sobre las claras aguas del océano. Se veían las olas a unos dos mil metros de distancia. Harrison estaba mortalmente pálido.
—Los controles están averiados —murmuró—. La conexión con la Tierra ha debido de irse al diablo. Estamos descendiendo.
¿Sería una muerte rápida o lenta? Si seguían en la nave irían a parar al fondo del océano instantáneamente. Si soltaban la cápsula de seguridad, probablemente estarían seguros y a salvo durante un tiempo. Si el océano era de agua, como parecía ser, la cápsula flotaría. Podrían sobrevivir durante una semana o dos. Pero al final sería lo mismo. Tenían unos diez minutos para decidir.
¿Tendrían tiempo aún para ponerse en contacto con la Tierra? Ojalá en la Tierra pudiesen dominar los controles en el último minuto…
El agente treinta y ocho veía caer el ovni. Veía un objeto pequeño, una cápsula ligada a un paracaídas se desprendió de él. Una vez que dio con la longitud de onda y la clave correcta había sido casi absurdamente fácil derribar al ovni. Entusiasmado, el agente treinta y ocho lanzó su cuerpo balleniforme a través de las olas, con el gran transmisor de su cabeza enviando descargas eléctricas a través del agua.
El agua contenía muy poca sal, por lo que sus señales llegarían muy lejos. Otros las recibirían y vendrían muy pronto a ayudarle. Debido a la perpetua capa de nubes altas, el agente treinta y ocho no había visto nunca nada más que su propio planeta. Mientras buscaba metódicamente en las aguas, se preguntaba gozoso qué extrañas cosas encerraría aquella cápsula.
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