Grupo Santillana de ediciones, 2000. 326 páginas.
Como sabe muy bien don Absence, la imagen del sabio chiflado o inventor loco es todo un arquetipo. Por eso no es extraño que muchos visionarios fueran menospreciados en sus tiempos. ¿Viajar a la luna? Eso es imposible. ¿Enfermedades causadas por bichos invisibles? Absurdo. ¿Continentes moviéndose a la deriva? Impensable.
En todas las ramas de las ciencias han existido pioneros que han tenido que luchar con sus contemporáneos para conseguir que sus ideas fueran aceptadas. Este libro nos presenta una excelente panorámica de muchos de estos esforzados científicos. El índice es el siguiente:
Próxima estación: la Luna, por Javier Gregori
Chiflados en un laboratorio, por Miguel Ángel Sabadell
El lío de los números, por Arturo Sudrez Várela
¿Qué me pasa, doctor? por Miguel A. Rodríguez Arriero
Locos por los ordenadores, por Rafael Fernández Calvo
Duros como el granito, por Jesús Martínez-Frías y José Luis Barrera
Apasionados por la vida, por Mario Díaz
Con lápiz y papel, por Paula Gonzalo
Científicos de cine, por Juan Zavala
Cuyos títulos son bastante explícitos y en cuyos apartados nos cuentan las historias de Tsiolkovsky, que en el siglo XIX ya intentó crear cohetes espaciales, Mayer un médico que enunció la ley de la conservación de la energía, el nacimiento de las nuevas geometrías de Lobachevsky, Bolyai y Riemann, cómo Semmelweis logró introducir la higiene en los quirófanos, el nacimiento del primer ordenador electromecánico a cargo de Babbage, cómo Darwin llegó a la teoría de la evolución o Lyell llegó a afirmar que la tierra tenía millones de años. Todas afirmaciones tremendamente osadas en su tiempo pero que acabaron por imponerse. ¿Por qué? Porque la verdad no tiene más que un camino y la ciencia tiene mecanismos para descubrirla, aunque a veces sea difícil que algunos científicos la vean.
El libro está bien escrito y salpicado con diálogos -dramatización de hechos reales- que reconozco quedan bastante bien (en el extracto pueden ver un ejemplo). Para aprender deleitándose.
Escuchando: Guárdalo. Los Ronaldos.
Extracto:[-]
Newton se arrojaba en pos de investigaciones de lo más variadas, desde las lenguas universales al móvil perpetuo, y siempre lo hacía con una intensidad extraordinaria. Tan absorto estaba con sus estudios, que solía olvidar comer y dormir:
—¿Qué me pasa? —pensó en cierta ocasión—. ¿Estaré enfermo? Estos cálculos los hacía anteayer con mucha más rapidez que hoy.
Entonces se dio cuenta de que no había pegado ojo durante días.
—¡Maldita sea! Tendré que dormir. ¡Vaya pérdida de tiempo!
Trabajador compulsivo, nunca se tomó tiempo para ninguna diversión, como montar a caballo o simplemente tomar el aire. «Las horas no dedicadas a pensar —decía— son una pérdida de tiempo.»
Fue durante esos tiempos de estudiante cuando leyó las obras del filósofo francés Rene Descartes, que atribuía los movimientos de los planetas del sistema solar a ciertos torbellinos de una materia sutil que llenaba el espacio. Newton, que disfrutaba con la polémica, se vio en la obligación de arremeter contra esta idea. Para ello tuvo que inventarse una nueva rama de la matemática, hoy imprescindible, conocida como el cálculo infinitesimal. En definitiva, las curvas que se trazan en un papel se pueden analizar como el resultado de un punto en movimiento, la punta del bolígrafo que las dibuja.
Newton terminó esta labor cuando recibía el título de licenciado, en abril de 1665. Si hubiera publicado sus resultados se le habría conocido como el matemático más brillante de Europa, además de ser el estudiante más capaz de la historia. Pero no lo hizo. Tenía un miedo indecible a la fama: «No veo qué hay de deseable en la estima pública —escribió—. Quizá aumentaría mis relaciones, que es lo que principalmente deseo reducir». Y es que Newton no era lo que podríamos llamar un animal social. Odiaba que perturbaran su tranquilidad. Sus pocos intentos por ser social tenían pésimos resultados. En cierta ocasión decidió invitar a unos conocidos y, tras recibirlos, Newton fue a su habitación en busca de una botella
de vino.
—¿Hace cuánto se ha marchado?
—Por lo menos una hora.
—Será mejor que vayamos a buscarlo.
Tras recorrer las empedradas calles que les separaban de la habitación de Newton, llamaron a su puerta:
—Isaac, ¿estás ahí? —preguntaron con cuidado y abrieron la puerta—. ¿Isaac? ¡Isaac!
Y allí estaba, sentado ante su siempre alborotada mesa y totalmente enfrascado en sus papeles, con la botella de vino en el suelo.
Fue justo al recibir su título de licenciado cuando la Universidad de Cambridge cerraba sus puertas por miedo a algo mucho más tangible: la peste. De regreso a su casa, Newton se dedicó a la única actividad que le satisfacía: pensar. Los dieciocho meses que pasó allí fueron los más fecundos de su vida. No es para menos. Durante ese tiempo concibió todas las ideas que años después lanzaría al mundo. El resto de su vida lo pasaría desarrollándolas.
A los veintiséis años fue nombrado profesor de la silla lucasiana de matemáticas del Trinity College, una plaza que había dejado vacante el sagaz y agitado matemático Isaac Ba-rrow —el profesor favorito de Newton— para poder estudiar teología (siete años después moriría de una sobredosis de opio). De este modo, el peculiar Newton pasó a formar parte de la fauna y flora de la muy antigua y muy ilustre comunidad universitaria de Cambridge. Una comunidad que, dicho sea de paso, no tenía mucho de lo que podríamos decir «normal». La población de profesores se repartía entre los que, en palabras de un satírico escritor, «pasaban su vida en una supina y regular carrera de comer, beber, dormir y engañar a los jóvenes»
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