Paidos, Espasa, 2012. 480 páginas.
Tit. Or. The tell-tale brain. Trad. Joan Soler Chic.
No suelen ser habituales los libros de divulgación científica sobre neurociencia, por lo que leí este libro con grandes expectativas que no han sido defraudadas. Ramachandran es un neurólogo de prestigio, que ha conseguido grandes éxitos en el tratamiento del dolor para pacientes con miembros fantasmas, y que demuestra tener también mucho talento como divulgador.
El libro trata diferentes aspectos de la cognición; los miembros fantasmas y su relación con la plasticidad del cerebro, la sinestesia, el autismo, el lenguaje, la estética y finalmente la aparición de la introspección y, en definitiva, de la autoconciencia.
Hay apartados avalados por sus estudios y que están fuera de discusión, así el simple tratamiento de los pacientes con miembros fantasmas utilizando espejos. O la confirmación de la sinestesia mediante experimentos tan sencillos como mostrar una imagen con números ‘2’ y ‘5’, muy similares gráficamente, pero que un sinestésico discrimina con rapidez al percibirlos con colores diferentes.
Otros van bien encaminados aunque todavía falten estudios que pongan de manifiesto el alcance de sus intuiciones. El origen del autismo puede estar, como afirma el autor, en un mal funcionamiento de las neuronas espejo, y las razones que aduce son sólidas, pero hacen falta más estudios para confirmarlo.
Por último incorpora capítulos totalmente especulativos, como los dedicados al lenguaje y a la estética. Pero especulación no es sinónimo de palabrería vacua, sólo de falta de confirmación. El autor siempre explica por qué ha llegado a sus conclusiones e indica los experimentos que las podrían confirmar o refutar.
Son precisamente estos capítulos los que más tienen la capacidad de hacernos reflexionar acerca de nosotros mismos y contienen páginas realmente bellas, como la descripción del mayor icono del arte indio: El Shiva danzante o Nataraja. Una cita:
A principios del siglo xx, un anciano caballero firangi («extranjero» o «blanco» en hindi) fue sorprendido mirando sobrecogido el Nataraja. Con gran asombro de los vigilantes y visitantes del museo, entró en una especie de trance y pasó a imitar las posturas de la danza. Se congregó una multitud alrededor, pero el caballero parecía ajeno a todo hasta que por fin apareció el conservador para ver qué pasaba. Casi manda detenerlo antes de saber que el europeo era nada menos que el mundialmente famoso escultor Auguste Rodin. El Shiva danzante hizo llorar de emoción a Rodin, que en sus escritos aludía a la escultura como una de las mayores obras de arte creadas jamás por la mente humana.
La lectura de este libro nos permite comprender por qué el arte es capaz de emocionarnos de esta manera, y nos desvela parte del funcionamiento de la mente humana.
Dos buenas reseñas: Siete fascinantes casos neurológicos del doctor Ramachandran y Lo que el cerebro nos dice. La primera centrada en casos curiosos presentados en el libro, la segunda bastante extensa.
Calificación: Muy bueno.
Extractos:
Sobre la polémica si el CI es innato o adquirido, un ejemplo ilustrativo:
Se trata de cuestiones importantes y obviamente difíciles, y es una lástima que la prensa popular a menudo las simplifique en exceso al formular sólo preguntas como «¿el lenguaje es sobre todo innato o adquirido?» o «¿está el CI determinado principalmente por los genes o por el entorno?». Cuando dos procesos interaccionan linealmente, y sus mediciones pueden ser captadas mediante el cálculo aritmético, estas preguntas tienen sentido. Podemos preguntar, por ejemplo, qué parte de nuestros beneficios procede de las inversiones y qué parte de las ventas. Pero si las relaciones son complejas y no lineales —como ocurre con cualquier atributo mental, sea el lenguaje, el CI o la creatividad—, la pregunta no ha de ser «¿qué contribuye más?», sino más bien «¿cómo interaccionan para crear el producto final?». Preguntar si el lenguaje es principalmente naturaleza o cultura es tan absurdo como preguntar si el sabor salado de la sal viene sobre todo del cloro o del sodio.
El fallecido biólogo Peter Medawar brinda una persuasiva analogía para ilustrar la falacia. Un trastorno heredado llamado fenilcetonuria (PKU) se debe a un gen anómalo muy infrecuente que provoca incapacidad para metabolizar en el cuerpo el aminoácido fenilalanina. Cuando el aminoácido empieza a acumularse en el cerebro del niño, éste se vuelve profundamente retrasado. El remedio es sencillo. Si se dispone de un diagnóstico precoz, lo único que hay que hacer es eliminar de la dieta los alimentos que contienen fenilalanina, y el niño crecerá con un CI totalmente normal.
Imaginemos ahora dos situaciones límite. Supongamos que hay un planeta donde el gen es poco común y la fenilalanina está por todas partes, como el oxígeno o el agua, y es indispensable para la vida. En este planeta, el retraso causado por la PKU, y por tanto la varianza del CI en la población, es totalmente atribuible al gen de la PKU. Aquí estaría justificado decir que el retraso era un trastorno genético o que el
CI era heredado. Pensemos ahora en otro planeta en el que pasa lo contrario: todo el mundo tiene el gen de la PKU pero la fenilalanina es escasa. Dinamos que en este planeta la PKU es un trastorno medioambiental causado por un veneno denominado fenilalanina, y la mayor parte de la varianza en el CI se debe al entorno. Este ejemplo pone de manifiesto que, cuando la interacción de dos variables es laberíntica, carece de sentido atribuir valores porcentuales a la contribución de una y otra. Y si esto se cumple en el caso de un gen que interacciona con una variable ambiental, el razonamiento debe ser aún más válido en algo tan complejo y multifactorial como la inteligencia humana, pues los genes interaccionan no sólo con el entorno, sino también entre sí.
¿Por qué nos gustan las personas que nos gustan?
Este principio de los estímulos ultranormales puede ser pertinente no sólo para el arte, sino también para otras singularidades cuya preferencia tiene una base estética, como por ejemplo las personas que puedan atraer al lector. Cada uno de nosotros tiene modelos para miembros del sexo opuesto (por ejemplo, el padre o la madre, o el primer encuentro amoroso realmente fabuloso), y quizá las personas a las que consideramos inexplicable y desproporcionadamente atractivas en etapas posteriores de la vida son versiones ultranormales de esos prototipos tempranos. Así, la próxima vez que nos sintamos incomprensible —incluso obstinadamente— atraídos por alguien que no es hermoso en ningún sentido evidente, no saquemos precipitadamente la conclusión de que son sólo feromonas o «la química adecuada». Consideremos la posibilidad de que ella (o él) sea una versión ultranormal —enterrada en lo más profundo de nuestro inconsciente— del género que nos atrae. Resulta extraño pensar que la vida humana se basa en esas arenas movedizas, regidas en buena parte por caprichos y encuentros accidentales del pasado, y que al mismo tiempo nos enorgullezcamos de nuestra sensibilidad estética y de nuestra libertad de elección. En este punto coincido plenamente con Freud.
Una reflexión sobre el arte:
Concluiré mis comentarios sobre la ley estética de la metáfora con el mayor icono del arte indio: El Shiva danzante o Nataraja. En el museo estatal de Chennai (Madras), hay una galería que alberga una magnífica colección de bronces del sur de la India. Una de las obras más preciadas es un Nataraja del siglo xn (figura 8.5). A principios del siglo xx, un anciano caballero firangi («extranjero» o «blanco» en hindi) fue sorprendido mirando sobrecogido el Nataraja. Con gran asombro de los vigilantes y visitantes del museo, entró en una especie de trance y pasó a imitar las posturas de la danza. Se congregó una multitud alrededor, pero el caballero parecía ajeno a todo hasta que por fin apareció el conservador para ver qué pasaba. Casi manda detenerlo antes de saber que el europeo era nada menos que el mundialmente famoso escultor Auguste Rodin. El Shiva danzante hizo llorar de emoción a Rodin, que en sus escritos aludía a la escultura como una de las mayores obras de arte creadas jamás por la mente humana.
No hace falta ser religioso, indio o Rodin para apreciar el esplendor de este bronce. En un nivel muy literal, representa la danza cósmica de Shiva, que crea, sostiene y destruye el universo. Pero la escultura es mucho más que esto; es una metáfora de la danza del propio universo, del movimiento y la energía del cosmos. El artista describe esta sensación mediante el habilidoso uso de muchos recursos. Por ejemplo, el movimiento centrífugo de los brazos y las piernas de Shiva agitándose
en distintas direcciones y los ondulados mechones que le salen de la cabeza simbolizan el alboroto y el frenesí del cosmos. Sin embargo, justo en medio de toda esta turbulencia —esta intermitente fiebre de vida— está el tranquilo espíritu de Shiva, que contempla su creación con calma y elegancia supremas. El artista ha combinado con gran habilidad estos elementos de movimiento y energía aparentemente anti-
téticos por un lado, y la estabilidad y la paz eternas por el otro. Esta sensación de algo eterno y estable (Dios, pongamos) es transmitida en parte por la pierna izquierda algo doblada de Shiva, que le confiere equilibrio y desenvoltura incluso en mitad de su frenesí, y en parte por la expresión apacible y serena, que comunica una sensación de intemporalidad. En algunas esculturas del Nataraja, esta expresión pacífica es sustituida por una media sonrisa enigmática, como si el gran dios estuviera riéndose de la vida y la muerte por igual.
Esta escultura contiene muchas capas de significado, e indólogos como Heinrich Zimmer y Ananda Coomaraswamy se deshacen en elogios al respecto. Mientras que la mayoría de los escultores occidentales tratan de captar un momento o una instantánea, el artista indio intenta transmitir la verdadera naturaleza del tiempo mismo. El anillo de fuego simboliza la naturaleza cíclica eterna de la creación y la destrucción del universo, un tema común en la filosofía oriental, que de vez en cuando también es abordado por pensadores occidentales. (Me acuerdo concretamente de la teoría de Fred Hoyle sobre el universo oscilante.) Una de las manos derechas de Shiva sostiene un tambor, que golpea el universo para darle vida y quizá representa asimismo el latido de la materia animada. Pero una de las manos izquierdas sujeta el fuego, que no sólo calienta y vigoriza el universo, sino que también lo consume, lo que permite la destrucción para compensar perfectamente la creación en el ciclo eterno. De modo que el Nataraja transmite la naturaleza abstracta y paradójica del tiempo, devorador al máximo pero siempre creativo.
Bajo el pie de Shiva hay una horrible criatura demoníaca llamada Apasmara, o «la ilusión de la ignorancia», que el dios está aplastando. ¿Qué es esta ilusión? Es la ilusión sufrida por todos los científicos: que en el universo no hay nada más que las mecánicas rotaciones de átomos y moléculas, que no hay una realidad más profunda tras las apariencias. Es también la falsa ilusión de algunas religiones de que cada uno de nosotros tenemos un alma particular que está asistiendo a los fenómenos de la vida desde su propio y especial punto de observación. Es el
engaño lógico de que después de la muerte no hay nada salvo un vacío eterno. Shiva está diciéndonos que si destruimos esta ilusión y buscamos solaz bajo su pie izquierdo levantado (que él señala con una de sus manos izquierdas), nos daremos cuenta de que detrás de las apariencias externas (Maya) hay una verdad más profunda. Y en cuanto comprendemos esto, nos damos cuenta de que, lejos de ser espectadores distantes que estamos aquí para ver brevemente el espectáculo hasta la hora de la muerte, de hecho somos parte del flujo y reflujo del cosmos —parte de la danza cósmica del propio Shiva—. Y tras esta comprensión viene la inmortalidad, o moksha; es decir, la liberación del hechizo de la ilusión y la unión con la verdad suprema del propio Shiva. En mi mente no hay mayor ejemplificación de la idea abstracta de dios —en contraposición a un Dios personal— que el par ShivalNataraja. Como afirma el crítico de arte Coomaraswamy, «esto es poesía, pero también es ciencia».
Temo haberme ido por los cerros de Úbeda. Éste es un libro sobre neurología, no sobre arte indio. He hablado de Shival Nataraja sólo para subrayar que el enfoque reduccionista de la estética expuesto en este capítulo no pretende quitarle valor a las grandes obras de arte, al contrario. En realidad, podría aumentar nuestra apreciación de su valor intrínseco.
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