Stefano Benni. ¡Tierra!

febrero 21, 2009

Círculo de lectores, 1987. 290 páginas.
Tit. Or. Terra!. Trad. Joaquín Jordá.

Stefano Benni, ¡Tierra!
Paraiso ahora

Comenté en esta entrada: La última lágrima ser admirador de este libro. Tras la decepción de esa última lectura tenía ganas de releerlo para ver si en su momento me gustó porque ahora soy un morro fino o porque la calidad de ¡Tierra! es superior. Ha resultado esto último.

La tercera guerra mundial estalla por una tontería, y después vienen tres guerras mundiales más. Todos viven bajo un invierno nuclear, apenas tienen energía -a excepción de los jeques árabes- y las perspectivas son muy negras. Pero un cosmonauta loco ha enviado un vector con información sobre un planeta muy parecido a la tierra donde podría trasladarse la humanidad. Se manda una expedición en su busca, que será seguida por una astronave japonesa y otra árabe. Mientras sufren mil y una peripecias en el espacio, en la tierra el ordenador más inteligente del mundo, un niño prodigio y un chino anciano excavan las ruinas de Cuzco en búsqueda de una misteriosa fuente de energía.

Cuando lo leí hace años me pareció que la trama de ciencia ficción era previsible. Realmente lo es, pero no es lo importante. Es sólo una excusa para desarrollar una multitud de historias que se entrecuzan, apilar referencias y parodias, jugar con el lenguaje y crear páginas de auténtica diversión. Con más años en mis espaldas entiendo más cosas, los jóvenes de 20 años nos creemos muy listos.

Al leer me daba cuenta que recordaba casi todas las historias. Supongo que algo querrá decir. Para que se hagan una idea me extenderé con los fragmentos -que además pueden degustarse por si solos. Por ejemplo, la versión espacial de Robin Hood:

-¡Calla, provocador! Nuestro lema en aquellos tiempos era: robar a los ricos para dar a los pobres. Asaltábamos las naves que transportaban oro a las bases espaciales. Después de lo cual llevábamos el botín a los mineros de los planetas apagados. Inmediatamente después otra nave de nuestra flota atacaba los planetas apagados, cuyos mineros, con nuestro botín, se habían hecho muy ricos. Les robábamos y dábamos el oro a los pobres agricultores de los satélites verdes. Éstos, locos de agradecimiento, gritaban: ¡somos ricos, somos ricos! Pero acto seguido, al oírles, llegaban otros como nosotros y les robaban para llevar el oro a los pobres. La cosa continuó así durante años, y nunca le encontramos solución. No se podía robar al rico para dar al pobre sin que el pobre se volviera rico y todo recomenzara. Por dicha razón, una noche, en la sobrecubierta, se levantó Mortensen, y habló. Mortensen era un viejo marinero del norte, y en su rostro bronceado sus ojos claros brillaban como dos huevos fritos en una sartén. ¿Te gusta esta imagen?

-Es una de las más horribles que he oído nunca.

-Gracias, LeO. Así que Mortensen se levantó y dijo: «Capitán, llevamos años errando por el cosmos comiendo bistecs de rata, con turnos durísimos, alejados del afecto familiar. Cuando partí mi mujer era joven y hermosa, y mis hijas tenían seis años. Cuando regresé al cabo de veinte años de ausencia mi mujer no me reconoció, y mis hijas habían crecido mucho, eran once más tres chicos. Estoy cansado de hacer el rebelde. Le pido permiso para amotinarme.»

-¿Y qué dijo el capitán?

-El capitán estuvo un instante en silencio. Luego nos miró fijamente a los ojos y dijo: «Quien piense como Mortensen, puede irse inmediatamente.» Nosotros miramos entonces su hermoso rostro altivo y leal. Al cabo de quince minutos nos habíamos ido todos, llevándonos todo lo que se podía saquear, sin olvidar las bombonas de oxígeno y los tiradores de los waters. El capitán no se inmutó: al día siguiente, en solitario, atacó una nave rusa armada con misiles. Se acercó y dijo: contaré hasta diez, y después mi cañón disparará. Los rusos contestaron: entonces nosotros sólo contaremos hasta seis. El capitán Sir Greamur se disolvió sin un solo lamento.

-Era un gran idiota -dijo LeO, emocionado.

-Es verdad. Ya no quedan idiotas como él

¿Cómo se combate el mayor mal que sufren los viajeros del espacio? Contando historias:

-Yo sé lo que tiene Mei. Mei tiene el mal del navegante, el spleen espacial: el slok-slok p’i.

-El slok-slok -confirmó Caruso- baja de noche, con un manto de color viejo hotel. Se hace acompañar por músicas como blues, tangos y milongas…

-Oculta con frecuencia bajo el manto unas fotografías -dijo LeO-, casas de campo, abuelos, domingos en el mar, cachorros muertos, viejos equipos de fútbol, crepúsculos, y…

-Y la cara del amado -suspiró Chulain- que te mira, y saluda entristecido, mientras la astronave parte.

Mei rió.

-¿Y no hay remedio contra el slok-slok p’i espacial?

-Hay quien -dijo seriamente Chulain- prueba con las drogas. Café, cocaína, lumpiridión, alucinógenos. ¡Ay! ¡En el estallido de los sentidos la droga todavía muestra más vivo el rostro del amado!

-Hay quien… -dijo LeO- juega con los videojuegos de a bordo hasta que el dedo se le hincha y durante toda la noche sueña con ataques de astronaves verdes y asquerosas y alienígenas fosforescentes, pero, ¡ay!, de una pequeña astronave verde desciende en sueños el amado gritando: eh, no me dispares, soy yo, soy yo.

-Otros -dice Caruso- hacen crucigramas, o bien se masturban, o ambas cosas a un tiempo y de ambas se avergüenzan después.

-Otros -confió Chulain- combaten el slok-slok de la mejor manera, o sea contándose historias.

-¡Exacto! -confirmó LeO-, los concursos de historias. Cada cual cuenta una historia: el slok slok p’i llega, escucha las historias, escucha una, dos o tres, al final se cansa y se duerme. Entonces basta con cogerle por sorpresa y arrojarlo por la ventanilla. Todos vuelven a estar alegres.

La paranoia del poder:

-Majestad -dijo Alya inclinándose-, haría cualquier cosa por demostraros mi fidelidad.

-Eso es exactamente lo que vas a hacer -dijo el rey, ofreciéndole el cáliz-. ¡Bebe! Una de las dos copas está envenenada. Tengo pruebas de que uno de vosotros dos es un traidor. Pero si tienes la conciencia tranquila, Alya, bebe. Y tú también, El Dabih.

El adivino miró al soberano a los ojos. Bebió lentamente su vino. Alya, por el contrario, se quedó con el cáliz en la mano, temblando.

-De modo que no bebes -dijo el rey-. ¿Tu fidelidad ya vacila?

-Pero si… la copa de El Dabih no estaba envenenada… si él sigue vivo… entonces es la mía… majestad… yo… -balbuceó Alya- ¡perdonadme!

-¿De qué? -rugió el rey, apoyando el sable en su garganta.

-No lo sé, de lo que sea, pero ¡perdonadme! -imploró el ministro, arrojándose a los pies del Escorpión.

El rey lo alejó de un puntapié.

-Guardias -gritó-, ¡lleváoslo! ¡Torturadlo! ¡Hacedle confesar… lo que sea! ¡Cualquier cosa por la que pueda ser condenado a muerte! ¡Y matad a su secretario! ¡Y matad a los soldados que estaban de guardia cuando estalló la bomba! ¡Ay de quien quiera traicionar al Escorpión!

Cuando los gritos y las invocaciones de Alya se apagaron en los vastos corredores, Akrab se acercó al adivino y señaló la copa vacía:

-¡Así que tú me eres fiel, El Dabih! -dijo.

-Tú lo sabes, rey. He bebido porque, si tú has decidido que yo muera, es mejor que muera inmediatamente. ¿Cómo podría oponerme?

-¡De modo que ni siquiera de tu fidelidad puedo estar seguro! -dijo enfadado el rey-. Entonces, ¿por qué sigues a mi lado?

-Porque confío en poder detener tu locura -explicó el adivino-. ¿Crees acaso que sembrar el terror en esta nave, matar a tu antojo, puede servir de algo? Tú sabes perfectamente que Alya no ha conspirado contra ti. Puedes matar a todos tus ministros y a todas tus leyes, pero el miedo sigue dentro de ti. ¡No puedes cortarle la cabeza!

Unas peculiares cartas de amor:

CARTAS DE AMOR EN EL ESPACIO

Kook a Mei

Querida Mei: tal vez te sorprenda esta carta que te dejo bajo la almohada. Mañana nos adentraremos en el Mar Universal: podría tratarse del último día de nuestra vida; por dicho motivo he decidido escribir lo que nunca he tenido el valor de decirte.

Desde el primer momento en que te vi, Mei, he experimentado ante ti una extraña sensación. Como si del pasado retornara algo conocido, como si en el tejido de los pensamientos racionales se insinuara una mano que los perforara, y revelase un paisaje ya olvidado, el paisaje de los sentimientos. Pues bien, Mei, yo no creo racionalmente en el amor: creo que no es más que una serie de pequeños compromisos, de felices improvisaciones en las que dos actores fingen que unas necesidades concretas, o atracciones, llevan un título más noble en el cartel del teatro de la vida. Un intelectual y cierítífico, como soy yo, deberá, incluso en el momento de máximo abandono, identificar las señales de esta interpretación: un beso no es el apostrofe rosado entre las palabras «te amo» y «¡oh, no!». Un beso es la firma al pie del contrato que te impone amar.

Esta es mi actitud racional. Pero en la vida todo ha ocurrido de manera muy diferente: una larga serie de locuras amorosas. Comenzó con una compañera de escuela: a escondidas, le enviaba car-titas con poemas. Me sonreía. Le enviaba cartitas con breves relatos. Los aceptaba. El segundo trimestre, le enviaba cada día un cuaderno con una novela sobre ella en unos diez capítulos. Dejó de sonreírme para siempre.

En la universidad, tuve una relación con una joven rusa, alumna como yo del Curso de matemáticas. Un día me preguntó: ¿cuánto me quieres? Y yo dije «mucho» y abrí los brazos. Ella contestó que «mucho» era una expresión numéricamente ambigua y que yo debería darle una demostración más precisa de la magnitud de mi amor. Le formulé la siguiente:
«Mi amor eterno por ti sólo sería expresable con una apertura de mis brazos equivalente a la circunferencia del mundo al cuadrado.»
Lo pensó un poco y luego me demostró que la frase podía ser matemáticamente expresada así: A e (amor eterno) = a me2 (Apertura de brazos mundo circunferencial al cuadrado).
Pero, puesto que las dos «A» podían ser eliminadas, en tanto que términos iguales de la ecuación, quedaba

e=mc2

O sea, la fórmula de la relatividad. De modo que mi amor no era eterno ni grande, sino absolutamente relativo en el espacio y en el tiempo. Una vez demostrado eso, me abandonó.

A continuación, conocí a una programadora de ordenador. Era una mujer muy lúcida y organizada. Me dijo que tenía nueve días de plazo para una experiencia amorosa completa. El primer día nos amamos, el segundo discutimos, el tercero nos reencontramos, el cuarto nos casamos, el quinto nos traicionamos, el sexto nos reconciliamos, el séptimo nos aburrimos, el octavo nos dimos cuenta de que todo había terminado entre nosotros, el noveno volvimos a sentirnos amigos, y publicamos nuestra experiencia en una revista especializada. Todo fue muy espontáneo.

Desde aquel día ya nada me había acercado al amor. Contemplaba en mi microscopio cómo las amebas y las células se acoplaban y se desdoblaban y se perseguían, y no me producían ningún estremecimiento los oscuros vínculos amorosos que unen la abeja a la flor, y la luna en el cielo a la trufa subterránea y el sol al girasol, y el instinto del salmón y de la anguila y la loca pasión de la orea hembra por la orea macho, e inútilmente mi maestro Fabre decía: «Vamos, apártate de los libros, sal, Kook, es primavera: en el invernadero hay una orgía en cada flor. ¡Quien consiguiera inventar un motel para insectos, se haría millonario!»

Yo permanecía encerrado en mi cápsula. ¡Hasta que llegaste tú! ¡Pues bien, sí, te amo! Quisiera vivir contigo en una casa junto al mar y enseñarte el nombre de las estrellas, y tú llenarías la casa de flores, a excepción del dormitorio porque las flores consumen el oxígeno, y podríamos tener un perro con el que hacer experimentos, no crueles, claro está, y un niño que crecería sano e inteligente y neodarwinista[…]

Para acabar, el cuento de los Castores Gordos, o como derrotar al adversario a golpe de progreso:

LOS CASTORES GORDOS

Érase una vez en el Norte, en la región de los Grandes Lagos, una tribu india llamada de los Castores Gordos, cuyo jefe era Muslo de Águila, casado con Nutria Panzuda. Eran indios alegres y gordinflones, y vivían felices en las orillas de un lago de aguas azules y claras, el Chanawatasaskawantenderoga, que en dialecto castórico significa «sin colorantes aditivos».

Un día nefasto llegó a las orillas del lago azul un grupo de hombres blancos. Eran míster Joe Tifone, de los ferrocarriles Tifone, S. A., y sus técnicos. Estaban construyendo un camino de hierro que desde Nueva Orleans llegaría al corazón de los grandes lagos, para un intercambio comercial: de los bosques del norte llegaría la leña para las cocinas y las calderas de Nueva Orleans, y de Nueva Orleans la ceniza y la basura para los grandes lagos. Míster Tifone se presentó ante los Castores Gordos lleno de regalos: cajas de aguardiente, revistas porno, relojes sumergibles y jerseys de Armani. Él sabía perfectamente que las tribus indias se sienten muy atraídas por esas cosas y que, en poco tiempo, esta riqueza conseguiría corromper su naturaleza honesta y les encaminaría por la pendiente de la extinción. Míster Tifone le dijo al jefe Muslo: mis hombres harán un pequeño agujero en el bosque para hacer pasar el camino para Caballo de Hierro, y a cambio llegarán grandes regalos a la tribu de los Castores Gordos. El gran jefe le escuchó, y después habló del siguiente modo:

«Rostro pálido habla con lengua doble como bifurcación ferroviaria. Donde pasa vuestro camino, árboles caen como hojas de otoño, e indios mueren. Caballo de hierro escupe nubes de humo que interfieren con nuestra red de comunicaciones. Si cortáis un sólo árbol, nosotros enviar nuestros castores a mordisquear vuestros hombres. Recoged vuestros regalos. Timeo yankees et dona ferentes. ¡Augh!»

Tifone se largó ofendido y enfadado. Mientras salía de la aldea se le acercó el hechicero Salmón Obeso, un corpulento indio famoso por su avidez.

«Hombre blanco -dijo-, yo gustar mucho tus revistas, tu agua de fuego, tu moda casual. ¡Tú escúchame! ¡Gran árbol no cae con gran cabezazo, sino con muchos golpecitos! Poco a poco, derribaremos Castores Gordos. Tú darme regalos, yo corromper y extinguir stop.»

«De acuerdo, Salmón Obeso -dijo Tifone-, somos socios. Tendrás todas las cajas de agua de fuego que quieras.»

«Yo contentarme con tres por ciento acciones tu ferrocarril», dijo el indio.

Así comenzó el intento de destrucción de la pobre tribu india-Como primera medida, Salmón Obeso abrió una boutique en la aldea. En poco tiempo, desaparecieron los trajes tradicionales de los Castores. Las mujeres caminaban por la nieve con minifalda y camisetas con lentejuelas, los hombres llevaban pantaloncitos de baloncesto y camisetas con la inscripción «Dallas cowboys». Pero todos seguían tan gordos y saludables como antes, y se sentían muy elegantes.

«¡El frío no nos asusta -decía Nutria Panzuda-, hemos cambiado los vestidos, pero la Gran Luz nos calienta!»

Al mes siguiente, Tifone llamó al hechicero.

«Querido Salmón -dijo-, ¡he gastado una fortuna en prendas de ropa y los castores están más gordos que antes! De toda la región me llegan noticias de tribus arruinadas. Los Narices horadadas están obstruidos por el resfriado, los Seminólas devastados por el fernet, los Mohicanos dan las últimas boqueadas. ¿Cómo es posible que los Castores resistan tanto el frío?»

«Cambiarles los trajes y acortarles las faldas no basta -dijo el hechicero-, porque la Gran Luz les calienta. Pero no temer: ¡cuando un pueblo queda sin dios, entonces todo ir mal! Tú trae a mí material lista adjunta stop.»

Tifone le contentó: al cabo de pocos días Salmón Obeso convocó a la tribu, y se presentó en smoking blanco con adornos dorados y una guitarra en bandolera. Dijo que había tenido un sueño. Manitú se le había aparecido remando en una canoa biplaza en compañía de un joven blanco con tupé.

«Oh, hechicero -le había dicho Manitú en el sueño-, estoy viejo y cansado. Me retiro al Gran Prado Celeste, a una gran granja con una gran squaw (había utilizado otra palabra). Éste es vuestro nuevo dios: se llama Elvis the Pelvis, y le adoraréis con el nombre sagrado de Shakarockawa, el hombre que canta y mueve un poco todo, y le invocaréis con el nombre de Bebopalula. Pero, por favor, no me recéis más: adoradle a él, comprad sus discos, bailad y, sobre todo, no trabajéis. He dicho. ¡Augh! ¡Yeah!»

Después de estas palabras, y con la música que el hechicero comenzó a tocar, todos los indios comenzaron a bailar como locos, incluido el jefe Muslo que cogió a su consorte y la volteó tres veces por el aire ocasionando varios heridos.

«Podemos seguir bailando toda la noche together -dijo el gran Jefe-, y dejar de adorar a Manitú, y de trabaja-a-aar. ¡La Gran Luz nos dará fuerza!»
Al mes siguiente Tifone volvió a llamar al hechicero.

«Mi querido pez gordo -le dijo enfadado-, ¿qué estamos haciendo? ¡Llevo cuatro meses esperando! Todas las tribus indias de los lagos están destruidas. Alcoholismo, peleas, crisis cardíacas y de identidad. Sólo nuestros Gordos Castores bailan, cantan, y lo último en que piensan es en extinguirse.»

«Impaciente hombre blanco -dijo el hechicero-, la Gran Luz da su fuerza. Hemos borrado sus trajes y su religión. Ahora no nos queda más que eliminar su ecosistema.

«¿Su eco qué? -preguntó Tifone.

«Ecosistema es una palabra mágica india -explicó el hechicero-que significa: Gran esfera de la vida-agua-cielo-tierra. Destruyamos el bosque y el lago, y los Castores Gordos desaparecerán.»

Y aquel mes la tierra de los Castores conoció la furia de Tifone. Comenzó por envenenar el lago con una gran mancha de petróleo. Todos los salmones se pusieron negros y murieron cantando desgarradores espirituales. Luego le tocó al bosque, que fue destruido por un incendio doloso: todos los castores (animales), se quedaron sin trabajo y tuvieron que emigrar a las carpinterías de Montreal. Los alces huyeron lejos y fueron abatidos a tiros, y huyeron aún más lejos y el último fue muerto por un cazador en un motel de Chicago donde había intentado ocultarse bajo el nombre falso de Wilbelk Mitchum, dentista. El campamento de los castores se hallaba ahora en medio de una llanura calcinada donde, todas las noches, Tifone descargaba barriles de bacilos y vibriones del cólera, tenias y sanguijuelas, vaciaba sprays de sífilis y enharinaba a los gatos con piojos.

«Realmente, el hombre blanco es una porquería -dijo Muslo de Águila a su pueblo-, nos ha robado el lago y el bosque. Pero la Gran Luz nos protege, y nos salvará del hambre y de las enfermedades.»

Al cabo de dos meses, los Castores seguían gordos y alegres como siempre, aunque ya nada creciera sobre su tierra. Habían replantado algún árbol, encargado con un telegrama una familia de castores, y excavado un estanque artificial, en el que se paseaban en canoa con una densidad propia de las vacaciones en el Adriático, y pescaban peces rojos de importación. Cantaban, fumaban el calumet, y eran felices.

«Cochino montón de pescado podrido -le dijo entonces Tifone al hechicero-, de todos los demás indios en un radio de mil kilómetros sólo han quedado tres ejemplares, en la sección de reanimación del hospital de Ottawa. ¡Los Gordos Castores, por el contrario, nunca han estado tan gordos!»

«Oh, pestífero hombre blanco -dijo Salmón-, contra la Gran Luz sólo nos queda una última arma: la Muerte Negra.»

«¿Y eso qué es?»

«Un quintal de chocolate deshecho en lata. Nada puede resistírsele. Dientes, hígado, estómagos, todo se deshace al paso del negro y pegajoso huracán.»
«Tendrás el chocolate -dijo Tifone-, pero, recuérdalo, es lo último que intentas.»

Y Tifone esperó tres largos días. Al cuarto, oyó un coro de lamentos fúnebres procedentes del campo indio.

«Lo he conseguido», exclamó radiante, y corrió hacia allí, con el corazón lleno de esperanza.

Pero le esperaba una desagradable sorpresa. Los Castores estaban oficiando la ceremonia fúnebre de Salmón Obeso. Aquella noche había sido hallado muerto: junto a su cuerpo, sesenta latas vacías de chocolate. Tifone se arrancó los cabellos de rabia y consultó una empresa especializada en exterminios de indios, la «Bill». También ellos se mostraron perplejos: en efecto, ninguna tribu había resistido jamás a la desaparición de la indumentaria, de la religión y del ambiente. Esta «Gran Luz» designaba evidentemente una fuerza espiritual muy fuerte. ¡Llegados a este punto, la única solución era el fusilamiento en masa!

«No -dijo Tifone-, en mi carrera nunca he disparado contra un indio. Siempre lo he matado a golpes de progreso. ¡Nunca haré una cosa semejante!»

«En tal caso, apáñese», dijo la empresa Bill.

Tifone pasó unas cuantas noches meditando. Hasta que una mañana salió de la aldea para dar un paseo. Y vio un joven indio que cavaba en la tierra quemada con gran cuidado. Terminado el trabajo, el indio se inclinó tres veces sobre la tierra.

«¿Qué haces?», le preguntó Tifone.

«Saludo y venero a la Gran Luz», dijo el joven.

Tifone tuvo una sospecha: esperó a que el indio se fuera, y luego cavó febrilmente en el campo. ¿Y sabéis qué encontró? ¡Una PATATA! ¡Una PATATA, eso era la Gran Luz que mantenía gordos a los Gordos Castores, que les daba calor en el frío, energía en el baile, y les quitaba el hambre cuando todo cuanto había sobre su tierra había sido destruido, ¡porque la patata crece BAJO TIERRA! ¡Ése era su tesoro, y no una fuerza espiritual! ¡Se trataba de proteínas!
Al día siguiente, el malvado Tifone se presentó ante el jefe Muslo con expresión contrita.

«Gran jefe -dijo-, te presento mis excusas. He intentado exterminar tu tribu. Pero ahora he entendido que sois un gran pueblo, iluminado por la Gran Luz. Por ello te pido, humildemente, que me perdones, y que permitas que yo también pueda disfrutar de la Gran Luz.»

«¿Y cómo?», preguntó jefe Muslo.

«Dentro de poco -dijo Tifone- pasarán por este ferrocarril millares de personas. Pescadores que van a los lagos, familias de picnic, esquiadores, buscadores de oro. ¡Imagínate que también ellos, durante el largo viaje hacia el Norte, pudieran conocer la Gran Luz!»

El rostro del jefe Muslo de Águila se iluminó.

Exactamente un año después, cuando el ferrocarril estuvo terminado y el tren se detuvo en la estación de Fatbeavertown (cas-toresgordostown), doscientos indios con uniforme blanco y gorrita con el rótulo «patatas fritas Castor» esperaban a los viajeros, mientras una gigantesca nube con olor a fritanga envolvía bosques y valles. En el interior del snack de la estación el gran jefe Muslo y su señora, con gorros de cocineros, servían pasteles de patata, croquetas y preparados de puré para el viaje. No tardó en aparecer una fábrica en el lugar, y las «patatas fritas del castor» invadieron el mercado. Al cabo de pocos años, de los cinco mil indios de la tribu, sólo quedaban ochenta y seis, y el más gordo pesaba sesenta kilos. El Gran Jefe les hacía trabajar dieciséis horas diarias en los campos y en la fábrica. La mitad murió intoxicada por los conservantes, y otros se frieron al caer en las sartenes gigantes. Pasado muy poco tiempo, en la zona contaminada ya no crecía una sola patata. Jefe Muslo y su mujer murieron cuando volvían de un banquete en el rotary de Quebec, al salirse dé la carretera con su Ferrari amarillo.

El último Castor Gordo, que se llamaba Ciervo Chupado, siguió vendiendo bolsas de viaje para el tren hasta los noventa y seis años. Como ya no veía tres en un burro, con frecuencia se ponía a pregonar las «patatas fritas» en medio de las vías, creyendo encontrarse en el andén. En una de estas ocasiones, fue arrollado por el rápido de Winnipeg de las 8,40. Sus últimas palabras fueron:

«Siempre me habían dicho que un día me encontraría con mi gente en las Grandes Praderas Lejanas de Manitú. Pero no sabía que se llegaba en tren.»

Así se extinguieron los Castores Gordos.

Espero que con este aperitivo se les haya despertado el apetito.

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