Socorro Venegas. La memoria donde ardía.

abril 3, 2023

Socorro Venegas, La memoria donde ardía
Páginas de Espuma, 2019. 108 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Pertenencias
El coloso y la luna
La memoria donde ardía
El nadador infinito
Los aposentos del aire
La gestación
Como flores
Historia de una lágrima
La isla negra
Anagnórisis
El aire de las mariposas
El hueco
Vía Láctea
Real de Catorce
El fuego de la salvación
La muerte más blanca
Un viaje con dique
La soledad en los mapas
La música de mi esfera

El libro empieza con alguien que ha sufrido la pérdida de su pareja e intercambia todos los muebles de su piso con alguien de quien suponemos está en su misma situación. Continua con una niña que tiene que ir a buscar a su padre borracho y que se hace adulta por el camino. Dos niños con enfermedades terminales que sellan un pacto. Maternidades torcidas y asfixiantes. Sentimientos que se parecen al amor.

La autora se mueve como pez en el agua en las distancias cortas y es capaz de dibujarnos una situación desoladora con cuatro pinceladas, y hacerlo muy bien. Hay cuentos magníficos y a pesar de las pocas páginas el libro te sacude un buen derechazo a la cara.

Muy bueno.


Apenas era mediodía. Las niñas aceptaron que se uniera al juego, pero se burlaban de su suéter viejo y los zapatos sucios. De un brinco a otro, mientras ellas cuchicheaban, Andrea recordaba las mil mañanas en que su madre, sin importarle que fuera día de escuela, le ordenaba: No llegó. Vete a buscarlo, y con urgencia le metía en el bolsillo del suéter una pequeña botella de Bacardí para así conseguir que la acompañara. El anzuelo. De un número a otro de la rayuela, Andrea iba más concentrada y más enojada. No le gustaba obedecer a su mamá. No le gustaban las caras de los vecinos con los que a veces su padre bebía, la interrogante inútil que le devolvían: ¿No llegó anoche tu papá?, mira qué cabrón.
Una de las niñas le preguntó entre risas si nunca se quitaba el suéter o se bañaba. La otra se acercó y le sacó la botella, iba a burlarse o a correr a contar lo que acababa de descubrir, pero Andrea le arrebató el frasco y le dio un tirón de cabellos que de todos modos la hizo correr, llorando, con su amiga detrás. Hubiera querido patearlas y morderlas. Qué rápido huyeron de su odio y su sed. Escupió.
No supo cómo. Mientras caminaba para seguir su búsqueda abrió mecánicamente la botella y se la empinó dos veces con tragos largos. El ardor en la garganta la hizo toser. ¿Por qué le gustaba a su papá ese líquido que dolía y cuyo sabor le pareció horrible? Ella traía en el pecho un fuego más hondo que el de ese ron blanco. Volvió a beber, esta vez el alcohol escurrió por su cuello.
Pasó por la tienda La Cordobesa, guardó el frasco y entró. Una dulce sensación le aflojaba brazos y piernas, llegó ante el mostrador y compró un chocolate. Lo abrió
despaciosa, torpe, y se lo comió en rápidos bocados. La tendera no le prestó atención y solo le señaló el bote de basura. Al salir de ahí la orden de buscar a su padre se oía lejana; en sus orejas burbujeaban perezosos todos los sonidos del día: pájaros, coches, pasos, voces. La voz de su madre, no. Se sentía cansada, llevaba mucho rato caminando y recordó que no había desayunado. Esa delicada sensación de no pisar del todo el suelo la obligó a arrastrar una mano por la pared, temerosa de caerse. En una esquina casi chocó con una mujer que llevaba dos grandes bolsas de supermercado: ¡Andrea, allá atrás está tu papá!, advirtió.
A Andrea, que siempre gozaba del sol en su rostro, ahora le pareció que en el cielo un reflector cegador y agobiante se orientaba hacia ella. Palpó sus mejillas con los ojos cerrados, sonrió al ir reconociendo sus cejas, la exacta dimensión de cada línea, la sonrisa crecía, la nariz chata, la barbilla y la cicatriz que se hizo al caer de un columpio. El cielo, su aparente lejanía, la obsesionaba cuando más chica: aquella vez, en lo alto, se soltó y estiró los brazos.
Comenzó a reírse. Hoy no creería posible tocar el cielo. Abrió la botella y vació en el suelo lo que quedaba del ron.
Reconoció la calle que daba a la escuela, una subida muy larga; dos años atrás su mamá todavía la llevaba cada mañana, por lo general se le hacía tarde -le costaba despertar después de las pastillas que tomaba en la noche-, Andrea se caía con frecuencia al tratar de seguir aquel paso apurado. Sus rodillas teníarí las cicatrices de la prisa.
Buscó la sombra, por un instante se sintió tan lenta como la tortuga que un día le robó a su vecino. Su madre, distraída, pisó al animal. Pero Andrea no dejaría que nadie le pusiera el pie encima.

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