En un futuro indeterminado todas las ciudades se organizan por zonas. En el centro está la zona uno, reservada a la élite, y, a medida que nos alejamos del centro, la cosa se va degradando hasta llegar a los márgenes. Pero no todo el mundo está de acuerdo con esta organización y conspira para derrotar al sistema.
Si te gustan las distopías, como es mi caso, disfrutarás de la lectura de este libro. Enseguida nos mete en ambiente y ya solo quieres descubrir qué es lo que está pasando y por qué el protagonista parece tener un papel relevante en una revolución que desconoce. Hay que tener talento escribiendo para darle ritmo a una narración que nos desvela poco a poco los datos relevantes de la trama.
Porque las cosas casi nunca son lo que parecen, y la tiranía tiene muchas maneras de perpetuarse en el poder.
Muy bueno.
—¿Eso es que no? No me gusta que la gente no haga lo que le pido.
Yo estaba bloqueado, no sabía qué hacer. La pelea era inminente, sabía que su golpe iría a las costillas, pero no tenía ni la más remota idea de cómo defenderme. Sentí que las piernas empezaban a temblarme, tenía frío y sudaba a la vez. Había demasiada gente como para intentar huir. La suerte estaba echada.
El coloso se me acercó cada vez más hasta tenerme apoyado por completo en la barra, sin posibilidad de retroceder más. Yo ya estaba preparándome para el golpe con una torpeza de movimientos inmensa fruto del miedo y la tensión. Pero justo en el momento clave, alguien le puso la mano en el hombro y le susurró algo al oído. Su cara cambió por completo, como si hubiera recuperado la sobriedad por un instante y hubiera comprendido que lo que estaba a punto de hacer podía ser un gravísimo error.
Yo no comprendía la situación, pero después de quitársele el gesto de decepción al gigante fornido, cogió mi copa de la barra y se fue. Detrás suyo estaba el chico de la quemadura. En ese momento experimenté una mezcla tan grande de emociones que mi cara se transformó. Él sonrió de una forma cómplice, como si me estuviera confirmando que sabía algo que yo no. Después de unos segundos hizo un gesto con la cabeza y me pidió que le siguiera. Él se fue y tras un instante que tardé en reaccionar, empecé a seguirle.
Se movía con gracilidad entre la gente. Yo tenía las extremidades aún abotargadas por la tensión de la escena anterior. Intentaba seguirle, pero por donde él fluía, yo chocaba. De nuevo me sentí ajeno a aquel lugar: algo tan simple como la forma de caminar en espacios hacinados nos distanciaba y separaba. Pronto dejé de pensar en mí y Sae cruzó mi cabe-
za. Cuando finalmente pude salir de aquel bar, vi al chico tras la puerta, esperándome. Entonces le agarré de las solapas y avancé con él sostenido.
—¿Dónde está Sae? ¿Qué le hiciste?
Él pasó su mano derecha por debajo de mis dos brazos e hizo un movimiento rápido hacia su derecha con el que se zafó de mi agarre. La displicencia de sus movimientos me hizo nimio. Me sentí absolutamente incapaz e insignificante. No tenía nada que hacer por ella, por Sae. Estaba en un lugar al que no pertenecía, rodeado de potenciales amenazas a las que no podía hacer frente. Solo me sentía capaz de arrastrarme por el fango en busca de las respuestas que alguien quisiera darme por voluntad propia.
Mis piernas perdieron fuerza y me dejé caer al suelo, de rodillas. Agaché la cabeza a punto de llorar de pura impotencia. Sin embargo, justo antes de hundirme por completo, la mano de aquel hombre se posó con ternura sobre mi hombro izquierdo. Levanté la cabeza con los ojos vidriosos y vi aquella expresión fraternal. Entonces se apartó un poco de mí y me tendió su mano, con la palma hacia arriba.
—Sígueme —me dijo en un tono cálido y esperanzados
—¿Dónde vamos?
Él no contestó. No hacía falta, en realidad yo no quería saber la respuesta, no me importaba, y él lo sabía. Pero yo no entendía por qué. Yo sentía que ese tipo me conocía bien, estaba seguro de que tenía muchas de las respuestas a mis preguntas. Y yo quería conocerlas, era para lo que estaba en ese lugar en ese momento, pero no sentía la necesidad de preguntárselas. Una extraña sensación me hacía estar convencido de que, tarde o temprano, esas respuestas llegarían.
Caminamos largo rato por las calles de la 6. Su paso era firme y decidido, como el de un metrónomo.

No hay comentarios