Sonia y Kunt se conocen en un foro de internet y establecen una relación enfermiza.
Esperaba más del libro. La historia se basa en los dos personajes. El de Knut lo conocemos a través de los escritos que manda a Sonia, lleva el peso de la novela, y es cargante. Supongo que esa es la intención, pero se hubieran agradecido elipsis, si quiero leer a estúpidos ya tengo internet en casa.
La parte de la protagonista, sin embargo, es todo lo contrario. Habla poco y lo que sabemos de ella es a través de pistas sutiles (tendencia al alcoholismo, problemas con su pareja y en el trabajo). Muy lograda.
El balance es positivo, pero uno no puede dejar de pensar que podría haber sido mejor libro.
Hablan bastante de su infancia. Vivieron experiencias similares. Se entusiasman sacando sus recuerdos, como si intercambiaran cromos. La escuela pública. El barrio obrero. Los estuches Pelikan, Barrio Sésamo, los chándales azules con rayas blancas, las meriendas con paté La Piara. Sonia escanea para él una foto de cuando era niña, esperando quizá otra a cambio en la que pueda rastrear sus rasgos actuales. Knut sólo le remite un fragmento de su cuaderno de religión de sexto de EGB. Tiene una letra redonda y limpia, sorprendentemente similar, tantos años después, a la de las etiquetas en los paquetes que le envía. Se extiende a lo largo de la página ocupando los márgenes:
Deseo un mundo sin guerras donde ningún niño pase hambre.
Deseo que mis padres vivan siempre y que nunca se mueran.
Deseo que me dejen en paz cuando estoy cansado.
Deseo que el rey (tachado y sustituido por «Papa») sea muy feliz y haga el bien por todos sitios.
¿Tú fuiste a algún campamento de verano?, le pregunta un día. El sí, dice. Apenas tenía doce años. Mis padres me enviaron a aquella sierra seca, fea e inclemente, para quitarme de en medio y poder hacer un viaje los dos solos. El pidió que lo llevaran con ellos. Lloró, suplicó, prometió portarse bien. Pero la decisión ya estaba tomada. Los días previos Knut enfermó; ni la fiebre ni los vómitos lograron doblegar la voluntad de sus padres. Sí, fue una experiencia dolorosa, dice. De pronto uno descubre que Dios le ha otorgado un lugar en el mundo y que de ahí difícilmente se puede salir, por mucho que lo intente.
Lo que más recuerda era que el sexo lo impregnaba todo. O más que el sexo, el impulso del sexo, aún sin comprender, sórdido y triste, ese primer contacto, golpeándole sin aviso, en plena infancia. Los chicos se mas-turbaban en sus sacos de dormir. Todo el tiempo y sin el menor reparo. Incluso había un monitor que les preguntaba constantemente si ya lo habían hecho y se jactaba de hacerlo todos los días con su novia. «Ya veréis, ya veréis», les decía. Yo sólo sentía asco, cuenta Knut. Asco y pena. De pronto, como a través de una grieta, el sexo me enseñaba una parte de la realidad mucho más cruda de lo que yo había conocido hasta entonces.
Había sufrido muchísimo en aquel campamento. Se encerraba en los servicios y lloraba hasta la extenuación. En el llanto encontraba cierto placer físico que le hacía sentir superior al resto. Sin embargo, no era el único en pegarse llantinas: a veces, al salir, se encontraba con otros chicos que también tenían los ojos enrojecidos. Avergonzados, se evitaban la mirada.
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