Sabina Urraca. Soñó con la chica que robaba un caballo.

julio 1, 2022

Sabina Urraca, Soñó con la chica que robaba un caballo
Lengua de trapo, 2021. 112 páginas.

La protagonista rememora, desde sus cuarenta años, el impacto que tuvo en su mejor amiga los atentados del 11M, su paulatino descenso en la depresión, dejando atrás la chica alocada que era, y cómo fue su comportamiento en esos días, que volverán a ser cercanos de nuevo.

Lo venden como episodios nacionales por el tema de los atentados del 11M pero estos no dejan de ser un telón de fondo para el verdadero meollo de la trama, la relación tóxica entre dos amigas, con escenas crudísimas y brutales, que me han recordado a (y no es casualidad que la autora fuera la prologuista de) Panza de burro.

Sabina escribe muy bien, y aunque me da la impresión de que al libro le sobrevuela un cierto aire de encargo se lleva la historia a su terreno y me confirma lo que llevo mucho tiempo pensando; que la literatura escrita por mujeres es muchísimo más cruda y desgarradora que la escrita por hombres.

Muy bueno.


No recuerda el concierto. Se da cuenta ahora, casi con cuarenta años, de que recuerda menos cosas de las que pensaba que recordaba. Remueve un fondillo de café intentando disolver el azúcar y se maldice por no haber vivido esos recuerdos juveniles definitivos que los demás atesoran. Jóvenes corriendo por un campo de margaritas en mitad de un ataque de risa. Pero sí que recuerda, como siempre, lo superfluo, lo visto a los dos lados del túnel que conducía al objetivo principal, a lo que se había dicho que debía ser recordado. En el camino hacia la sala de conciertos, la ciudad estaba arrasada de emociones, con el maquillaje corrido. Todos los gestos se amplificaban: quien lloraba lo hacía sin disimular, pero quien reía mostraba la campanilla, parte de las tripas y alguna enfermedad que no se le manifestaría hasta dentro de cinco años. Una chica bebía sentada en la acera. Falda muy corta, botellita pequeña de Smirnoff. Le daba igual abrir las piernas, mostrando la costura de las medias y las bragas color carne debajo. Su nuez subía y bajaba recogiendo y llevando vodka. Al verla sintió la certeza animal de que todo podía hacerse esa noche. Antes de entrar al metro, entró en un chino y se compró una litrona y una bolsa grande de gublins. Pensó en sentarse en la acera, cerca pero no lejos de la chica que bebía, y beber y comer ella también, meciéndose en el sabor seguro de la cerveza y en el de los gublins, también iguales siempre. Eso era: le gustaba sentir siempre lo mismo, leer los mismos libros, e incluso antes, cuando aún estudiaba, en el instituto, repasar una y otra vez las declinaciones que ya se sabía. Los productos empaquetados, los ultraprocesados, ofrecían esa seguridad, y por eso desde que había llegado a la capital necesitaba de vez en cuando aferrarse a una bolsa de cheetos pandilla, siempre con el mismo aroma a comida de perro putrefacta, o a los risketos, cuyo recuerdo reconfortante aún impregnaba la piel días después de haberlos comido. La ciudad, en cambio, asestaba golpes inesperados, era a veces fea y a veces súbitamente hermosa. Ni siquiera sabía aún si debía ocultar el acento de su pueblo, que permanecía indeleble en su boca como el rastro de los risketos, pero que era para los demás como le resultaba a ella la ciudad: bonito para unos, espantoso para otros. Pasó de largo a la chica, cada vez más desnortada, mostrando con más abandono la costura de las medias. Realmente —volvió a pensar— una podía hacer hoy lo que le apeteciera. Podía ser otra, o, aún más arriesgado, podía ser ella misma. Bajó las escaleras del metro con el calor de la cerveza transportándola ligera, ligera. Así pensaba mejor, vivía mejor. Con los vapores del alcohol, detonaron en su cerebro las imágenes vistas por la televisión. Repasó las caras y las mochilas en el vagón en el que viajaba ahora. La gente casi rechinaba los dientes, todos montados en un habitáculo que no dejaba de ser una copia modificada de los vagones de por la mañana. Un vagón era ahora peligro, una mochila puesta en el suelo era terror desatado, el silencio sepulcral de los viajeros era cada segundo el silencio previo a una explosión. Ahora. No.

2 comentarios

  • Francisco julio 2, 2022en11:50 am

    Hola Juan Pablo, pues otro libro que me apunto. Acabo de leer Mamut (el de Eva Baltasar) y en cuanto a crudeza y desgarro la novela va bien provista. Saludos

  • Palimp julio 4, 2022en2:33 pm

    Yo creo que Sabina escribe mejor que Eva, espero que te guste.

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