Roberto Fogwill. Cuentos completos.

marzo 16, 2022

Roberto Fogwill, Cuentos completos
Alfaguara, 2009. 460 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:
Dos hilitos de sangre
Reflexiones
Otra muerte del arte
Efectos personales
La cola
Japonés
La chica de tul de la mesa de enfrente
La larga risa de todos estos años
Muchacha Punk
Luz mala
Llamándonos
Música
La liberación de unas mujeres
Los pasajeros del tren de la noche
Help a él
Cantos de marineros en las pampas .
Restos diurnos
Sobre el arte de la novela
Camino, campo, lo que sucede, gente
Lo Cristalino
Memoria de paso

De los que hay muchísimas cosas que decir. En primer lugar me fascina la solidez de la escritura y el volumen de sus personajes.Es casi imposible ponerle pegas a su lenguaje, que maneja con soltura. Me ha sorprendido el conocimiento de la alta sociedad -muchos de sus personajes lo son, y nunca parecen impostados. Si yo tuviera que escribir sobre ese mundo me delataría a la primera frase.

También es impresionante el cambio de registros. Como dice una frase de la contraportada -por una vez no exagerada- es una antología de media docena de autores que escriben bajo el mismo nombre. Poco tienen que ver las aventuras marítimas de Japonés con el ambiente londinense de Muchacha Punk o las historias carcelarias de Música.

La trama nunca es lo más importante e incluso en muchas ocasiones uno cree estar leyendo a César Aira y sus cambios bruscos de rumbo, pero sin llegar nunca a lo alocado de aquél. En algunos relatos se exploran mediante vías metaficcionales diferentes finales o recorridos del relato porque el autor nunca olvida que está escribiendo. Otros desembocan en escenas pornográficas de una increíble dureza que nunca parecen ridículas.

Pero hay pegas. En un comentario leí que Fogwill es muy buen escritor pero no un gran escritor, y algo de razón tiene. La diversidad de temas y registros a veces parece más un reto del autor que una necesidad narrativa. Y muchos relatos pasan sin pena ni gloria más allá de su increíble talento como escritor.

Pero en todos los relatos hay deslumbres, toques geniales, incluso aunque el relato en sí no lo sea. Y hay, como mínimo, tres relatos casi perfectos. La larga risa de todos estos años, magnífico en su estructura de dominación en la que lo de menos es ese giro final que puede que en su momento impactara mucho pero hoy no tanto. Muchacha Punk, donde todo está en su sitio y te sumerge la cabeza en un trocito de vida de Londres. O Restos diurnos, que bebe de Flann O’Brien y te marea en ese sueño y despertar sin fin. Muchos matarían por poder escribir algo como cualquiera de esos tres.

Muy bueno.

Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan, en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡Vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos…!
Cuando Coreen —mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa— volvía del baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office —al que ella llamaba «hogar» en inglés— de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y —¡Achalay!— nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra Viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas…! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido —en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de reparar— en suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) se largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: «ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin», gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos «ai voi ai voi ai voi ai voi» de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡Vaya si se amolda! Por ejemplo:

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