Tusquets, 2014. 312 páginas.
Tit. Or. An appetite for wonder. The making of a scientist. Trad. Ambrosio García Leal.
Primera parte de las memorias del biólogo Richard Dawkins, famoso por su teoría del gen egoísta, por crear la palabra meme (usada hoy en día totalmente fuera de contexto) y por su cruzada contra la religión.
La biografía no está mal, pero el autor está encantado de haberse conocido, por lo que muchas de las anécdotas carecen totalmente de interés salvo para los muy seguidores. Veremos la segunda parte.
Sin electricidad, nos iluminábamos con lámparas de queroseno. Primero había que calentar la camisa y luego bombear vapor de queroseno, después de lo cual se mantenían confortablemente encendidas por la noche. Durante la mayor parte del tiempo que pasamos en Nyasalandia, tampoco tuvimos retrete, y teníamos que usar una fosa séptica, a veces en una caseta. No obstante, en otros aspectos teníamos grandes lujos. Siempre tuvimos cocinero, jardinero y otros sirvientes (conocidos, lamento decirlo, como «chicos») encabezados por Alí, quien se convirtió en mi compañía constante y en mi amigo. El té se servía en el jardín, en bonitas tazas de plata, igual que la tetera y la jarra de leche, bajo un grácil palio de muselina lastrado con conchas de caracolas cosidas a lo largo de los márgenes. Y teníamos bollos escoceses, que hasta el día de hoy son mi equivalente de la magdalena de Proust.
También pasábamos vacaciones de cubo y pala en las orillas arenosas del lago Nyasa, que es lo bastante grande para parecer un mar, sin tierra visible en el horizonte. Nos alojábamos en un bonito hotel cuyas habitaciones eran chozas con techo de paja. También estuvimos en una casa de campo alquilada en lo alto de la montaña de Zomba. Una anécdota de este viaje demuestra mi falta de sentido crítico (y quizá contradice otra que ya he citado, cuando antes de cumplir dos años desenmascaré a Sam vestido de Papá Noel). Estaba jugando al escondite con un amigable africano, y tras buscarlo en una choza concreta resolví que no estaba allí. Luego volví a mirar en la misma choza y allí estaba, en un sitio donde yo estaba seguro de haber mirado bien antes. Me juró que había estado allí todo el tiempo, pero que se había vuelto invisible. Yo acepté esta explicación como más plausible que la alternativa, ahora obvia, de que estaba mintiendo. No puedo evitar preguntarme si una dieta de cuentos de hadas repletos de encantamientos y milagros, hombres invisibles incluidos, es dañina desde el punto de vista educativo. Pero siempre que planteo esta cuestión me echan a patadas de los sitios por querer interferir en la magia de la infancia.
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