La desaparición de la arena de la playa provoca que viejos secretos salgan a la luz. Porque bajo la arena se esconde una fosa común del franquismo que, además, se utilizó para encubrir un crimen. Un crimen que quiere investigar la antiguanovia del asesinado y que cree que se trata de uno de sus amigos. El librero e investigador a tiempo parcial Samuel Esparta se encargará del caso.
Mucho me habían hablado del autor y tenía ganas de leer algo suyo, pero este libro ha sido bastante decepcionante. Está escrito con mucho oficio y es entretenido pero muy poquito más. La trama del caso, más allá de la peculiaridad de tener una fosa de la guerra civil, es bastante floja y la manera de solucionarlo muy traída por los pelos.
Se salvan algunos diálogos y un par de personajes entre los que no se cuenta el protagonista, que me ha parecido de poco fuste.
Se deja leer.
—Hola. Soy Samuel Esparta, investigador privado. —Ni siquiera parpadea. Aún no le sueno—. Tengo mi oficina en Beltza, librería, avenida del Ejército.
Descuida el control de su rostro atildado, entreabre la boca y deja escapar un «ah» impreciso.
—Ah, sí, naturalmente, ahora sé quién eres… ¿Puedo tutearte? Es natural, siendo de Algorta y comerciantes… Nunca había tenido ocasión de verte con… Bueno… Creo que escribes novelas. —Estoy seguro de que jamás ha pisado la librería. Él tampoco me ha hecho un traje a medida. No se atreve a preguntar qué deseo—. En fin, ha de haber de todo en este mundo de Dios… —¿Podemos hablar un rato?
—¿Por qué no? —Sonríe sin ganas—. Debo añadir que no tengo nada que ocultar en este asunto tuyo del que no sé nada.
—A solas. ¿Hay alguien ahí dentro?
—El sastre llegará a las diez. —Parpadea, nervioso—.
¿Quién te envía? ¿Ellos? En la guerra estuve un par de años escondido, pero después nadie vino a por mí. Me han olvidado durante todos estos años. Y ahora, tú…
—Tranquilo. No es cosa política…, aunque sí algo que ocurrió en la guerra.
La palabra «guerra» parece inquietarle aún más, y no tiene por qué, excepto que un viejo sapo se le haya removido dentro.
—¿En la guerra? —musita—. Rodea el mostrador y ven a mi despacho.
Abre la puerta a su espalda y pasamos al taller de sastrería. A un costado hay otra puerta, que nos lleva a una pequeña oficina ahogada por tres paredes con archivadores. Hay una mesa entre dos sillas pesadas. Me quito el sombrero en el momento de sentarme. El ser entero de Sergio Barrondo se concentra en el parpadeo de unos ojos que se me clavan como alfileres.
—Te escucho —dice en el mismo tono desvaído.
—Traigo noticias de tu hermano Estebe —empiezo, cuidando la dosis.
-¿Estebe? No entiendo…
—Desapareció en la guerra, nunca más supisteis de él.
—Eso ocurrió —certifica en un susurro.
—Tu buena amiga Juana Ezquiaga ha tenido noticias
de él.
La delgada línea de sus labios se abre para deletrear: —¿De Estebe? ¿Acaso está vivo? —Niego con la cabeza. Se enciende—. ¿Qué cono me traes de él entonces? Se fue y no supimos más del pobre. Acabada la guerra hicimos gestiones. Nada. Y ahora vienes tú a…
—Nunca hubo cadáver. Ahora sí que podéis jurar que murió.
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