Acantilado, 2009. 160 páginas.
Tit. Or. 雁 Trad. Lourdes Porta.
Suezô es un conserje de universidad que además de las funciones de su cargo se dedica a prestar dinero a los estudiantes. Gracias a las ganancias que obtiene puede vestir bien, como es su gusto y, con el tiempo, puede permitirse el lujo de tener una mantenida. La bella Otama es cedida por su padre para paliar su pobreza y es alojada en una casa desde donde verá pasear al joven estudiante Okama. Una posible historia de amor.
Novela de sentimientos contenidos, en la que todo transcurre plácidamente, contada desde diferentes puntos de vista (el conserje, la mantenida, la mujer, el estudiante, el amigo del estudiante que es finalmente el narrador). Agradable de leer por la buena prosa y el dibujo de los personajes. Y muy moderno para la época en que fue escrito.
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Cuando su esposa lo importunaba al respecto, Suezó solía decirle:
—¡ No digas tonterías, mujer! Tu caso es distinto al mío. Yo me visto bien porque tengo que tratar con gente—y se la sacaba de encima.
Sólo después de que los préstamos le produjeran pingües beneficios, empezó a acudir a algún que otro restaurante, aunque únicamente cuando se congregaban varios comensales, jamás él solo. Pero Suezó deseaba revestir de fasto su primer encuentro con Otama, convertirlo en una ceremonia solennelle, por lo que decidió celebrarla en Matsugen.
Al aproximarse el día, surgió un problema insoslayable. El atuendo de Otama. Si sólo fuera el de la joven, bien estaba, pero había que procurárselo también al padre. La vieja que había hecho de mediadora ya había tenido dificultades con el anciano y, dado que Otama obedecía al padre sin rechistar, si Suezó le impedía acudir a la cita, nadie le aseguraba que las negociaciones no acabasen definitivamente rotas. Los argumentos que el padre había esgrimido eran los siguientes:
—Otama es mi única hija, es lo que más quiero en este mundo. Además, a diferencia de otras hijas únicas, yo sólo la tengo a ella. Mi esposa era toda mi compañía y vivíamos los dos sin más familia, pero ella, que afrontó su primer parto a los treinta años cumplidos, murió al dar a luz a Otama. Yo tuve que criar a la niña con leche que conseguía de una u otra mujer, y, cuando Otama llegó finalmente a los cuatro
meses, se contagió durante la epidemia de sarampión que asoló Edo por aquel entonces. A pesar de que el médico ya la había desahuciado, yo dejé el negocio, lo abandoné todo, atendí a la niña y conseguí arrancarla de las garras de la muerte. Eran tiempos difíciles. Hacía dos años que habían asesinado al señor de Ii y acababan de matar a un occidental en Namamugi. Perdí la tienda, me quedé sin nada, pensé incontables veces en quitarme la vida, pero fui incapaz de llevarme conmigo a la preciosa Otama, que jugueteaba sobre mi pecho con sus manitas y me sonreía con sus grandes ojos fijos en mí. Fue ella quien, día tras día, me mantuvo unido a la vida, quien me hizo soportar lo insoportable. Cuando nació Otama, yo ya había cumplido los cuarenta y cinco y, debido a las penurias padecidas, aparentaba incluso más edad, pero hubo una persona amable que alegando aquello de «donde no come uno, pueden comer dos», me propuso casarme con una viuda adinerada, aunque, de aceptar, habría tenido que dar a Otama en adopción, de modo que, compadeciéndome de la niña, rehusé de manera categórica. Pero es bien sabido que la miseria convierte a los hombres en lerdos y, al final, permití que Otama, que tantos sacrificios me había costado criar, se convirtiera en el juguete de un mal hombre. No puedo expresar la rabia que siento, cuánto me maldigo por ello. Por fortuna, todo el mundo dice que es una buena hija y yo querría entregarla a un hombre honrado, pero nadie quiere cargar conmigo, su padre. Con todo, jamás me había pasado por la cabeza dejar que fuera una mantenida, o una concubina. Pero usted dice que el señor es una persona formal y el año que viene Otama cumplirá los veinte años.
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