Munir Hachemi. Cosas vivas.

enero 16, 2024

Munir Hachemi, Cosas vivas
Periférica, 2018. 156 páginas.

Un grupo de cuatro amigos va en verano al sur de Francia para trabajar de temporeros y ganar algo de dinero y experiencia de la vida. Algunos de los trabajos parecen apuntar a que algunas empresas biotecnológicas están trasteando con cosas extrañas.

En goodreads tiene muchísimos comentarios con cinco estrellas, pero a mí me ha parecido una filfa. El libro en sí no me ha gustado nada porque no son más que dos anécdotas hinchadas hasta las 150 páginas que se me hicieron larguísimas. Pero no es el único de sus defectos.

El estilo empieza siendo un epígono de Javier Marías pero a las diez páginas se le quita el tic y sigue con una prosa plana y sin interés. Todo lo trufa con referencias eruditas para que sepamos que es muy leído y ninguna viene a cuento. Se anima a pontificar sobre cómo hay que escribir y queda todavía más pedante. Los personajes no hay por donde cogerlos y las actitudes del grupo de amigos me daban ganas de meter la mano en las páginas y pegarles cuatro collejas.

Vamos, que no hay por dónde cogerlo.

No me ha gustado.

G y Álex debieron de notar algo y dejaron de sonreír y de asentir. Me asaltó la imagen de aquella escena vista desde fuera: cuatro chavales de la zona norte de Madrid que habían cruzado España para vendimiar se enteraban ahora a medias -porque dos de ellos aún no sabían bien qué estaba pasando-, vestidos de forma imposible en una especie de garita postapocalíptica a unos ciento veinte grados de temperatura, se enteraban, digo, de que no había vendimia ni trabajo y de que tendrían que marcharse. No pude evitarlo: solté una carcajada. Ernesto me fulminó con la mirada y G y Álex cada vez parecían más confusos y se miraban como si el otro tuviera la respuesta o la parte de la respuesta que a cada uno le faltaba. Élodie, sin embargo, se rió conmigo y nos explicó que ese año las lluvias torrenciales habían estropeado los viñedos y que se vendimiaría poco y tarde, con suerte en octubre. Tracassez, dijo, o ne vous inquiétez pas o algo así, creo, y nos hizo saber que había muchos otros trabajos -como les poulets, les cañarás o les cailles- en los que hacían falta chicos fuertes y sanos y jóvenes como nosotros. Claro que no estaban tan bien pagados como la vendimia, pero habíamos venido a trabajar, non ? Mais si, a trabajar habíamos venido y había que sufragar al menos la gasolina que habíamos gastado en llegar allí. Tout áfait, dijo Elo-die, comprensiva, tout à fait, y nos extendió unos formularios.
Ernesto pidió tiempo muerto. A pesar de que su francés era bueno se le había oxidado y en ese momento no estaba muy seguro de si íbamos a volver a España, a desempeñarnos en un trabajo llamado les cailles o a entrar en la cárcel, y la situación empezaba a superarlo. Así que pidió tiempo muerto y Élodie se lo concedió con una sonrisa que en ese momento nos pareció de aprobación pero que más tarde aprenderíamos a interpretar como su respuesta estándar para un imput cualquiera. Salimos a fumar a la puerta. Creo que ése fue el primer cigarro de mi vida. Aprovechamos la pausa para explicarles a G y a Álex lo que estaba pasando. Ambos mostraron una leve indiferencia. Mientras haya trabajo…, dijeron. Yo miraba hacia dentro a cada rato, entre calada y calada, y pude observar con sorpresa que Élodie no se movía ni un centímetro de su espacio en la oficina. Era capaz de escribir, atender el teléfono o alcanzar un libro de cuentas sin abandonar su órbita de actuación. Pensé que si se movía más de la cuenta iba a derretirse. Ahora pienso que nunca la vi fuera de aquella silla.

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