El libro es, según tengo entendido, un manual de filosofía para adolescentes en Francia. En vez del típico esquema de escuelas cronológico se abordan diferentes temas que pueden incidir en preguntas filosóficas, se desarrolla un poco y se acompaña de textos de filósofos y pensadores famosos.
Me ha resultado bastante decepcionante. Por la calidad de los textos que aporta Onfray, que no es excesiva e incluso por la selección que tampoco es muy allá. Otra cosa que no me ha gustado es que el autor expone su punto de vista y lo da por bueno, sin animar a la crítica, incluso cuando los textos que acompañan son contrarios a sus ideas e incluso se contradiga con el mismo. Así, en el apartado de la verdad, defiende la mentira como necesidad social y pontifica diciendo que si le has sido infiel a tu pareja no se lo cuentes. Para en la siguiente sección criticar la mentira en los políticos.
Personalmente estoy en desacuerdo con muchas de las ideas que defiende el autor y, lo que es peor, estoy en desacuerdo en como defiende algunas con las que estoy de acuerdo (de esto último sería un ejemplo lo anterior de la mentira). Defiende que la gente sin recursos ni tradición cultural está abocada al gusto kitsch, lo que, según una buena amiga mía y mi propia opinión es una chorrada. Y además condescendiente. También defiende el psicoanálisis, que yo aborrezco. También, cuando explica -con razón- que un pedófilo no elige su sexualidad (dando a entender que son víctimas de sí mismos) afirma que la moral varía de una época a otra y que Sócrates era pedófilo y no pasaba nada. Claro, Onfray, pero la moral, como todo en general, va evolucionando -por suerte, sobre todo, para los colectivos más débiles y desfavorecidos.
La lectura ha sido provechosa en mi cabeza, aunque sólo haya sido para ir a la contra, pero era mucho menos de lo que esperaba. Dejo dos fragmentos, con el primero no estoy de acuerdo y con el segundo sí.
Existe un gusto de gente sin recursos (gente modesta y desfavorecida). Personas que se distinguen por tener poca cultura, referencias artísticas pobres, escasas o inexistentes. Nunca han tenido la fortuna y la suerte de iniciarse o ponerse en situación de comprender el mundo del arte, si bien sienten la necesidad de satisfacer una apetencia de belleza, aunque sea superficial. Sin educación en el código, ni capacidad para descifrarlo, sin instrucciones de uso, tampoco cuentan con la herencia de un capital intelectual transmitido por la familia: sin hábito de visitar museos nacionales o extranjeros, ni relaciones directas, regulares y continuadas con la materia misma de las obras de arte, en salas de exposición, sin asistir a conciertos, ni frecuentar lugares de aprendizaje y práctica de un instrumento de música o de una técnica pictórica. Deseosa de amar el arte, pero bruta en sus juicios, la gente sin recursos está condenada a tratar con el sustituto tomado por ella como esencial.
En ese caso, se habla de un gusto kitsch. El término proviene del alemán [kitschen, recoger el lodo de las calles, renovar los desechos y reciclar lo viejo). A falta del original (no esperéis un Leonardo en vuestra casa, es demasiado caro; de todas formas, es invendible, y por mucho tiempo…), el aficionado al kitsch se contenta con la reproducción. Incluso, y sobre todo, si hay de ella millares o millones de ejemplares. El buen precio, la gran difusión, el estilo sobrecargado de detalles y el mal gusto, definen habi-tualmente los objetos que agradan a esta categoría de la población. Con esta práctica las personas afirman un gusto de clase, un juicio de valor común a los individuos de un mismo origen o de un mismo panorama social.
La libertad pura, la licencia, es la violencia de todos contra todos, el máximo de poder concedido a los más fuertes y a los más astutos. Casi siempre, esa libertad permite a los dominantes (como decimos de los animales en la selva) imponer su ley a los más débiles, a los más desfavorecidos: el capita-
smo industrial que despide al personal cuando sus beneficios aumentan, invoca la libertad; el cabecilla de los suburbios que roba coches, viola en los sótanos, aterroriza al barrio, recurre a las armas, atraca a los jubilados, invoca la libertad; el regionalista que mata a un delegado de la República con una bala en la cabeza en una emboscada, el trastornado que envía cartas anónimas, acosa por teléfono durante la noche, el pequeño jefe que recurre a la cama como promoción en su trabajo, el profesor que humilla a sus alumnos en clase, todos invocan la libertad allí donde se limitan a negar la de los otros para poder disponer de su dignidad, de su seguridad, de su tranquilidad. En ese caso, no se trata de libertad -pero sí, en cambio, de licencia, ley del más fuerte.
Para impedir el dominio sobre los débiles, los pequeños, los abandonados socialmente, los disminuidos psíquicos, hace falta imponer el poder de la ley
amo garantía de una regla de juego que permita la vida en común eliminando al máximo los perjuicios. En un instituto, para evitar todo y cualquier cosa, es necesario un reglamento interior. Pero si, y solamente si, obedece al
■incipio de la ley: creado en concierto con las partes interesadas, de suerte que los derechos y deberes se repartan equitativamente entre los alumnos y el personal educativo o de dirección. Cada uno debe hablar, cambiar y
mtribuir a la redacción del texto para aceptar lo esencial (la necesidad de wa regla de juego) sin que sea necesario pagar un alto precio (todos los derechos para la administración y la dirección del colegio, ninguno para los = umnos).
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