Penguin Random House, 2020. 332 páginas.
La vida de tres primas colombianas que viven en París y sus relaciones con sus maridos, amantes y una nutrida fauna que se pasea a veces de fondo y otras en primer plano.
El libro no me ha gustado nada. En primer lugar porque más que narrar levanta acta. Sí, hay muchos personajes, muchas historias, con un cambio de punto de vista en permanente cambio, pero nada se desarrolla, todo es superficial (las relaciones, las vidas, los desengaños, los problemas) y por mera acumulación no se levanta una novela.
Un desfile constante en el que no me ha interesado nada. No hay por dónde cogerlo. A Luna Miguel en la contraportada le recuerda a Anaïs Nin, y se parecen tanto como un huevo a una castaña. Nada que ver.
Lo saqué de la biblioteca porque era el único libro de la autora y parece que no es el mejor, pero después de esta experiencia no creo que me atreva con más.
No me ha gustado.
Como los marineros, tenía una relación amorosa en muchas ciudades de Francia y del extranjero. Había aprendido a distinguir de un vistazo a los pocos hombres inclinados al amor, pero ya no se enamoraba de ninguno y solo se acostaba con ellos para sentir placer. Ponía mucha atención al elegirlos porque no quería tener problemas en su trabajo: el menor escándalo podía causar su pérdida. Los llamaba por teléfono desde una cabina pública y a veces pasaba seis o siete comunicaciones de seguido para mantener el contacto con ellos. Pese a sus aventuras, se ocupaba muy bien de su trabajo y salía a fiestas o recibía invitados en su apartamento cuando no estaba de viaje. Aquel ajetreo la rendía de cansancio y ya le habían salido alrededor de los ojos las primeras arrugas. No obstante, prefería vivir con intensidad en lugar de quedarse en su casa como una burguesa. Su hija Matilde era la primera alumna de la clase; Clarisa, en cambio, obtenía las peores notas. Ella intentaba solucionar el problema pagándole clases particulares. En vano: Clementina le contaba cómo el profesor de matemáticas se dormía sobre el escritorio mientras Clarisa contemplaba la ventana, perdida en uno de esos sueños que le permitían existir sin hacer el menor esfuerzo. El fracaso de Clarisa era quizás el precio que pagaba por su libertad.
Pues pocas mujeres podían jactarse de vivir como les diera la gana. Vivían prisioneras de los hijos, de las convenciones sociales o del amor. El estado amoroso era una invención para contrariar la sexualidad femenina, que tendía a ser múltiple e inconstante. En cualquier momento el deseo podía surgir borrando de cuajo todos los amores anteriores. Y eso los hombres no querían aceptarlo. De los harenes al derecho de matar a la esposa adúltera, del cinturón de castidad
a la pasión de los tiempos modernos, los hombres, que finalmente creaban los mitos y valores de la sociedad, se oponían al deseo secreto de las mujeres: estar disponibles para cualquier aventura, pasar de un amante a otro sumergiéndose en ese lago de sexualidad que guardaban sus cuerpos. Los hombres no lograban desembarazarse del recuerdo positivo o negativo de sus madres y por todos los medios posibles trataban de recrear la infancia con una esposa que limpiara la casa, preparara las comidas y negara la realidad de su deseo en el lecho conyugal. Eran pocos los que buscaban viajar hacia horizontes desconocidos, deslizarse al mundo de las sombras y entrar en la cueva donde dormitaba oscuro y cerril el placer femenino. Ella les dejaba a otras la denuncia del patriarcado y hacía lo que estaba a su alcance encontrando su satisfacción al margen de doctrinas y corrientes intelectuales de moda. Víctimas del sistema, las mujeres se volvían sus cómplices. La mayoría de ellas buscaba la seguridad así les tocara tragar culebras. Hacía un mes había conocido a Claude, el nuevo amor de Isabel, y apenas lo vio comprendió que estaba frente a un inquisidor. Esquelético, con una mirada alucinada, parecía dispuesto a disparar contra las personas que no compartieran sus ideas. Ese mismo engendro había existido en todas las épocas de la humanidad para ofrecerles a los dioses sacrificios humanos, torturar a los infieles, cortarles la mano a los ladrones o convertirse en comisarios políticos. Su configuración física y mental era genética, como la de esos perros incapaces de adaptarse a la compañía del hombre y que los criadores sagaces mataban en el momento de nacer. Nadie más alejado del amor y de la sexualidad que Claude y a su lado Isabel se instalaba de nuevo en la abstinencia que había conocido con Maurice.
Con un vaso de whisky en la mano, Angela de Alvarado intentaba controlar su tristeza. Su hijo Alejandro, que apenas contaba diecisiete años de edad, la había acusado de utilizarlo a él para obtener dinero de Gustavo.
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