Mariana Enriquez. Las cosas que perdimos en el fuego.

septiembre 26, 2016

Mariana Enriquez, Las cosas que perdimos en el fuego
Anagrama, 2016. 198 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

El chico sucio
La Hostería
Los años intoxicados
La casa de Adela
Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo
Tela de araña
Fin de curso
Nada de carne sobre nosotras
El patio del vecino
Bajo el agua negra
Verde rojo anaranjado
Las cosas que perdimos en el fuego

Si Cortázar dignificó lo fantástico por su calidad literaria, Mariana hace lo mismo con un género más difícil y marginal: el terror. Las presencias extrañas se mezclan de manera indistinguible con el mal doméstico, con la sordidez y miseria de una sociedad enferma. La contaminación de un río provoca las mismas mutaciones que las de los oscuros dioses de Lovecraft. La pérdida de sentido existencial, los lindes de la locura, enmascaran las oscuras presencias de malvados espíritus.

Lo terrorífico está en la realidad cotidiana. Las presencias sobrenaturales se limitan a aportar lo irracional e inesperado. Nosotros somos el mal.

Muy destacables Los años intoxicados y Fin de curso. Algunos son más flojitos, pero en general, muy buenos.

El chico sucio y su madre duermen sobre tres colchones tan gastados que, apilados, tienen el mismo alto que un somier común. La madre guarda la poca ropa en varias bolsas de basura negras y tiene una mochila llena de otras cosas que nunca alcanzo a distinguir. Ella no se mueve de la esquina y desde ahí pide plata con una voz lúgubre y mo-
nótona. La madre no me gusta. No sólo por su irresponsabilidad, porque fuma paco y la ceniza le quema la panza de embarazada o porque jamás la vi tratar con amabilidad a su hijo, el chico sucio. Hay algo más que no me gusta. Se lo decía a mi amiga Lala mientras ella me cortaba el pelo en su casa, el último lunes feriado. Lala es peluquera, pero hace rato que no trabaja en un salón: no le gustan los jefes, dice. Gana más dinero y tiene más tranquilidad en su departamento. Como peluquería, el departamento de Lala tiene algunos problemas. El agua caliente, por ejemplo, que llega de manera intermitente porque el calefón le funciona pésimo y a veces, cuando me está lavando el pelo después de la tintura, recibo un chorro de agua fría sobre la cabeza que me hace gritar. Ella pone los ojos en blanco y explica que todos los plomeros la engañan, le cobran de más, nunca vuelven. Le creo.
-Esa mujer es un monstruo, chiquita -grita mientras casi me quema el cuero cabelludo con su antiguo secador de pelo. También me hace doler cuando acomoda las mechas con sus dedos anchos. Hace años que Lala decidió ser mujer y brasileña, pero había nacido varón y uruguayo. Ahora es la mejor peluquera travesti del barrio y ya no se prostituye; fingir el acento portugués le resultaba muy útil para seducir hombres cuando era puta en la calle, pero ahora no tiene sentido. Igual, está tan acostumbrada que a veces habla por teléfono en portugués o, cuando se enoja, levanta los brazos hacia el techo y le reclama venganza o piedad a la Pomba Gira, su exú personal, para quien tiene un pequeño altar en el rincón de la sala donde corta el pelo, justo al lado de la computadora, que está encendida en chat perpetuo.
-A vos también te parece un monstruo, entonces.
-Me da escalofríos, mami. Está como maldecida, yo
no se.

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