Salamandra, 2017. 414 páginas.
Tit. Or. The handmai’s tale. Trad. Elsa Mateo Blanco.
Al rebufo de la serie llego a este excelente libro distópico donde los Estados Unidos se han convertido en una dictadura teocrática y las mujeres son poco menos que esclavas. La disminución de la natalidad por la contaminación ambiental y la excusa del terrorismo islámico son los cimientos de esta nueva sociedad en la que el pasado ha desaparecido.
Viendo la serie ya se me puso un nudo en la garganta más de una vez, leyendo el libro la sensación se intensifica. Lo precioso, lo terrible de este libro, es que todo lo que se cuenta es verdad. Suele decirse que la literatura miente para decir la verdad, pero todo lo que pasa en esta historia -y así lo confirma la autora- ha sucedido alguna vez -o, aún peor, está sucediendo.
Frente a la dictadura que controla tu vida, tu comportamiento y el uso de tu cuerpo, sólo queda el escaso refugio del mundo interior, la posibilidad de la esperanza, la solidaridad invisible.
Libro muy crudo y muy bien escrito con el que se le puede dar en la cabeza a todo aquel que use la palabra feminazi. En Jotdown le han dedicado nada menos que tres artículos: El cuento de la criada. Por algo será.
Muy recomendable.
Hay que agradecer a Salamandra, que reedita el libro movida por el éxito de la serie, no ponga ningún fotograma de la misma como portada. Bravo.
Recuerdo un programa de televisión que vi una vez, una reposición de un programa hecho varios años antes. Yo debía de tener siete u ocho años, era demasiado joven para entenderlo. Era el tipo de programa que a mi madre le encantaba ver: histórico, educativo. Más adelante intentó explicármelo, contarme que las cosas que se veían allí habían ocurrido realmente, pero para mí no era más que un cuento, creía que alguien se lo había inventado. Supongo que todos los niños piensan lo mismo de cualquier historia anterior a su propia época. Si sólo es un cuento, parece menos espantoso.
Era un documental sobre una de aquellas guerras. Entrevistaban a la gente y mostraban fragmentos de películas de la época, en blanco y negro, y fotografías. No recuerdo mucho del documental, pero aún conservo en mi memoria la textura de las imágenes, en las que todo parecía cubierto por una mezcla de luz del sol y polvo, y lo oscuras que eran las sombras bajo las cejas y los pómulos.
Las entrevistas a las personas que aún estaban vivas habían sido rodadas en color. La que mejor recuerdo es la que le hacían a una mujer que había sido amante del jefe de uno de los campos donde encerraban a los judíos antes de matarlos. En hornos, según decía mi madre; pero no había ninguna imagen de los hornos, de modo que me formé el concepto, algo confuso, de que esas muertes habían tenido lugar en la cocina. Para un niño, una idea así encierra algo especialmente aterrador. Los hornos sirven para cocinar, y cocinar es lo que se hace antes de comer. Me imaginaba que a aquellas personas se las habían comido. Y supongo que, en cierto modo, es lo que les ocurrió.
Por lo que decían, aquel hombre había sido cruel y brutal. Su amante —mi madre me explicó el significado de esta palabra; no le gustaban los misterios: cuando yo tenía cuatro años me compró un libro sobre los órganos sexuales— había sido una mujer muy hermosa. Se veía una foto en blanco y negro de ella y de otra mujer, vestidas con
bañador de dos piezas, zapatos de plataforma y pamela, indumentaria típica de aquella época; llevaban gafas de sol con forma de ojos de gato y estaban tendidas en unas tumbonas junto a la piscina. La piscina quedaba junto a la casa, que a su vez estaba cerca del campo donde se alzaban los hornos. La mujer decía que no había notado nada fuera de lo normal. Negaba estar enterada de la existencia de los hornos.
En el momento de la entrevista, cuarenta o cincuenta años más tarde, se estaba muriendo a consecuencia de un enfisema. Tosía mucho y se la veía muy delgada y demacrada. Pero aún se sentía orgullosa de su aspecto. (Mírala, decía mi madre un poco a regañadientes y con cierto tono de admiración. Aún se siente orgullosa de su aspecto.) Estaba cuidadosamente maquillada, con mucho rímel y colorete, y tenía la piel estirada como un guante de goma inflado. Llevaba joyas.
No era un monstruo, decía. La gente sostiene que él era un monstruo, pero no es verdad.
¿En qué debía de estar pensando? Supongo que en nada: no en el pasado, no en ese momento. Estaba pensando en cómo no pensar. Era una época anormal. Ella estaba orgullosa de su aspecto. No creía que él fuese un monstruo. No lo era, para ella. Probablemente tenía algún rasgo atractivo: silbaba bajo la ducha, desafinando, le gustaban las trufas, llamaba Liebchen a su perro y lo hacía sentar para darle trocitos de carne cruda. Qué fácil resulta inventar la humanidad de cualquiera. Qué tentación fácil de cumplir. Un niño grande, debía de decirse a sí misma. Con el corazón ablandado, debía de apartarle el pelo de la frente y besarle la oreja, no precisamente para obtener algo de él. Era el instinto tranquilizador, el instinto de mejorar las cosas. Vamos, vamos, le diría cuando él se despertaba a causa de una pesadilla. Esto es muy duro para ti. Eso es lo que ella debía de creer, porque de lo contrario, ¿cómo hizo para seguir viviendo? Debajo de esa belleza se ocultaba una mujer
normal. Creía en la decencia, era amable con la criada judía, o bastante amable, o más amable de lo necesario.
Unos días después de que se rodara esta entrevista, se suicidó. Lo dijeron por la televisión.
Nadie le preguntó si lo había amado o no.
Lo que ahora recuerdo, de forma mucho más clara que cualquier otra cosa, es el maquillaje.
3 comentarios
Cuestión de gustos, no me pareció muy bueno. Feliz Navidad y pròspero año nuevo!
Ya sabemos que sobre gustos 🙂
Igualmente: pasa unas felices fiestas.
A todo esto, pasado mañana voy a Buenos Aires ¿Tú vives allí?
Hace pocas semanas terminé de leer El cuento de la criada, me gustó, de hecho, me impactó. Aún estoy procesando las emociones que despertó en mí. Es una buena novela. La narración es impecable. Pero hay tanta desesperanza. Tanta.