Plaza y Janés, 2002. 489 páginas.
Si la literatura es un territorio ignoto, los mapas son bienvenidos. Una de las consecuencias de haber hecho amigos en la blogosfera son las recomendaciones. Gracias a ellas he descubierto a excelentes autores a los que quizá nunca hubiera leído. Así he descubierto a Marcos Ordóñez; leyendo esta entrada de La tormenta en un vaso, que han seguido con el espíritu de un día, un libro.
El lector habitual ya conoce mi querencia por el teatro y el argumento del libro no podía resultar más atrayente. El niño Pepín Mendieta se enrola en una compañía de cómicos después de ver desde un árbol una representación de El sueño de una noche de verano. El director de la compañía no es otro que el magnífico Ernesto Pombal y el niño, ya anciano y actor de comedia de fama, recuerda una época dorada en la que a pesar del mal carácter de Pombal vivió momentos maravillosos.
Marcos Ordóñez ha sido crítico teatral, ama el teatro y se nota. Pombal es un trasunto de Enrique Rambal, un director que existió de verdad (pueden ver su ficha en IMDB) y de quien dijo Welles, después de ver uno de sus montajes, que era un genio. Primero llevando a Shakespeare de pueblo en pueblo, y después con montajes cada vez más espectaculares y con grandes máquinas capaces de hacer la competencia al que acabaría matndo al teatro: el cine.
Lo leí de un tirón, es de esos libros que te atrapan desde el comienzo. La pena es que al final, desaparecido Pombal, se diluye en una serie de anécdotas mejor o peor hilvanadas, y cuando cierras el libro se añora el no haber leído una historia más sólida. Eso sí, a los amantes del mundo de la farándula como yo les encantará. Un estupendo retrato de una época que ya ha desaparecido para siempre.
Escuchando: Dame la manita Pepe Lui. Tip y Coll.
Extracto:[-]
Pero luego abrieron por atrás el camión sin ventanas y no sacaron decorados, que yo imaginaba como las láminas de los libros pero a lo grande, sino vestidos, muchos vestidos, bonitísimos, delicados, como tejidos por arañas, y más luces en forma de cilindro. No había decorados en aquella función. La hilera de álamos, iluminada aquí y allá, en los lugares más inesperados, a ras de tierra y entre el follaje, era todo el decorado que necesitaban.
Cuando ya anochecía escogí un álamo y trepé por su tronco, resbaladizo como lomo de culebra, hasta la rama que me pareció más resistente, y me senté a horcajadas, con las piernas colgando, sujetándome, ahora con una mano, ahora con la otra, a una rama superior. Seguí con la mirada a los hombres que cargaban los vestidos. Bordearon la empalizada por la izquierda y llegaron hasta una especie de tienda de campaña muy grande, cuadrada, que estaba al lado de lo que sería el escenario, pero que yo no había visto antes porque la ocultaban los árboles.
Una luz se encendió en su interior a poco de llegar ellos, una luz de petróleo o acetileno, temblorosa, y la tienda aquella, de color hueso, se llenó de una preciosa claridad anaranjada, en la que se agitaban, como en una linterna mágica, siluetas negras que parecían de cartón. Era allí, sin duda, donde los cómicos habían improvisado sus camerinos, su cuartel general.
Después se hizo de noche, y todo el mundo se sentó en las sillas de tijera, y sonó tres veces un cornetín, y luego una música de flauta, muy fina, como una pequeña serpiente, y comenzaron a encenderse los focos, uno para el rey, y un redoble de tambor, otro para la reina, y más redobles… Un tambor para las escenas majestuosas y los momentos de amenaza, y la flauta para las escenas cómicas, y un violín oara las escenas de amor… No les hacía falta más…
Había un rey y una reina, y dos parejas de enamorados nue se perdían en el bosque, y en el bosque vivía otra reina, la reina de las hadas… y un duende vestido de verde, que dejaba caer polvos mágicos, fosforescentes, sobre las cabezas de los enamorados, dormidos, para que se enamorasen de quien no debían, por juego, y luego el duende convertía en asno a un tonto, y la reina de las hadas se enamoraba también de él…
La función se llamaba El sueño de una noche de verano; yo nunca había oído hablar de ella. Y no entendía nada, o muy poco, pero no podía apartar mis ojos de todo aquello… de los vestidos maravillosos, de las luces sorprendentes… los enamorados persiguiéndose entre los álamos, con la música de violín enredándose en sus pies como una cinta… la reina de las hadas acariciando al tonto de la cabeza de asno, cantándole una nana…
No entendía demasiado lo que decían, porque hablaban mucho y muy rápido, pero las palabras eran muy bonitas, y las decían muy bien, con voces limpias, sonoras… así debían de hablar, pensé, los reyes de verdad…
Y el duende era tan gracioso… El duende corría, saltaba; la gente se mondaba de risa con él, cada vez que aparecía… Tenía dos ayudantes, cubiertos de hojas, como árboles vivos, que daban saltos mortales a sus órdenes, acrobacias inverosímiles…
L>e repente, el duende alargó la mano, chasqueó los dedos, y hubo una explosión, y cuando desapareció la nube de humo él ya no estaba allí, había desaparecido… ¿dónde estaba?… Yo me abracé a la rama, me eché hacia delante, para ver mejor… volvió a sonar la flauta, serpenteando, burlona, y una luz le buscó, barriendo a ras de suelo y entre los árboles, colina arriba, mientras redoblaba el tambor, hasta encontrar al duende en lo alto de un álamo, como yo, abriendo los brazos, saludando, a lo lejos…
¿Qué magia era aquella, qué espejo? ¿Cómo había podido llegar hasta allá arriba en tan poco tiempo, pensé yo, boquiabierto, cazado en la trampa, incapaz de suponer ni por un momento que era otro actor vestido como él? Y eso sólo fue el principio… Después de aquel efecto, la reina de las hadas comenzó a crecer y crecer entre los álamos mientras cantaba, loca de amor, y su falda se hizo inmensa, como la cúpula de una iglesia, y ella cantaba desde allá arriba, cantaba para mí, alzada en unos zancos invisibles… y con su canción, el bosque se llenó de polvos mágicos que, esparcidos por el duende, formaban culebrillas y luego esferas, esferas de luz blanca, azul, verde, que flotaban en la oscuridad, a su alrededor, como ángeles, y todo el mundo decía oooooh y aplaudía, feliz; yo aplaudí también, arrebatado, y estuve a punto de caerme… Después la función siguió, pero yo no recuerdo mucho, porque dejé de escuchar lo que decían las palabras…
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