Alfaguara, 2005. 302 páginas.
TenÃa vagas referencias del autor y querÃa leer algo suyo; por suerte encontré esta novela suya de saldo que ha sido toda una sorpresa.
Son dos historias enfrentadas. Una, personal (y posiblemente autobiográfica) la relación del protagonista con un celoso patológico. La otra, una historia real que acabó en homicidio en la que también están involucrados los celos.
Veo dos ejes claros en esta novela. La primera esa mezcla de realidad y ficción que lleva tiempo practicando Carrère (que ahora por suerte está de moda). Mientras nos cuenta el caso que ha investigado y que es el núcleo fuerte de su obra aprovecha para intercalar y contraponer su propia historia que va por cauces similares.
El segundo eje es uno que he comentado varias veces con un amigo mÃo: no puedes tener una pareja que no esté bien, piscológicamente hablando. Ya es difÃcil llevar una relación adelante cuando los dos son relativamente normales (aunque todos tengamos nuestras manÃas). Valga como botón de muestra el caso que nos cuenta el autor. La mujer de la pareja era una celosa patológica, injustificadamente, porque su marido no le era infiel. Pues llegó a contratar a una prostituta para que sedujera a su marido. Si quieren saber el desenlace, lean el libro.
No sé dónde leà que el autor comentaba que a él no le criticaban mucho porque habÃa triunfado pero poco. DeberÃa ser más conocido. Aquà tienen un largo fragmento: Los amores confiados y aquà otra reseña: Los amores confiados, de Luisgé MartÃn.
Calificación: Bueno.
Extracto:
Cumplà todos los deberes rituales de un hombre desolado. Perdà peso por la falta de apetito, comencé a beber con desmesura y a deshoras, me dejé crecer la barba desaliñadamente, abandoné algunas responsabilidades sociales y me entregué sin demasiada prudencia a un descarrÃo sexual imperioso, como esos jóvenes existencialistas del pasado que buscaban encontrar el sentido de las cosas en las emociones extremas. Empecé de nuevo a salir todas las noches a los tugurios subterráneos y siniestros que frecuentaba antes de conocer a Diego, en los que, casi siempre medio borracho, trataba de olvidar mis males con alguna podredumbre. Tengo de aquella época recuerdos de fetidez y de asco: felaciones hechas en los urinarios con olor a excrementos, besos en bocas que tenÃan halitosis y caricias a pieles llenas de costras. A \eces sentÃa ganas de vomitar cuando veÃa a la luz, en el exterior del bar, al hombre con el que habÃa estado a oscuras en las cámaras de dentro, pero al regresar a casa experimentaba siempre una sensación de paz o de aturdimiento que me hacÃa feliz. Fue por entonces cuando comencé a comprender que el alcoholismo y las toxicomanÃas eran para algunos individuos medicinas que nadie debÃa censurar. Si alguien que padece penas terribles puede calmarlas emborrachándose o fumando heroÃna, tiene que hacerlo sin remilgos. Nadie acusa de tomar anestésicos a los enfermos que van a ser operados en un quirófano ni llama cobardes a quienes para aliviar una cefalea consumen pildoras analgésicas. Ningún hombre ensalza ya el dolor del cuerpo, salvo algunos fieles de religiones bárbaras y ciertas mujeres necias que
creen que al parir sin sedantes honran más a los hijos que alumbran. Pero al alma, que es de Dios, se le exige todavÃa que sufra sin pócimas ni bebedizos.
Cada noche, después de beber tres o cuatro ginebras mezcladas con algo, comenzaba a esfumárseme la ansiedad y me aventuraba a buscar algún idilio que me distrajera de mis obsesiones. En aquellas vigilias cometà muchos desatinos, pero no debo arrepentirme de ninguno de ellos. Fue asÃ, por ejemplo, como conocà a Markus Magath, un señorón alemán que llevaba más de quince años viviendo en España y que merodeaba por los bares más salvajes de Madrid tratando de encontrar perversidades de las que no hubiera oÃdo hablar o de enseñar a otros las que dominaba como un maestro. A pesar de su edad —que nunca supe con exactitud, aunque debió de nacer hacia 1943 o 1944—, conservaba apostura de caballero. VivÃa en un ático de la calle Barbieri desde el que se divisaba un paisaje de tejados y azoteas hasta el horizonte. Aparte del cuarto de baño, separado del resto de la vivienda por una puerta de cristal traslúcido, la casa tenÃa una única pieza enorme que desempeñaba la función de dormitorio, salón, despacho, comedor, cocina y biblioteca, al estilo de los lofts neoyorquinos que por aquella época yo sólo habÃa visto en algunas pelÃculas o en revistas de decoración. En el centro, rodeada por cuatro columnas de madera desbastada, habÃa una cama muy grande, y tras ella, sobre un aparador negro que le servÃa de cabecera, se alineaban una serie de enseres y de herramientas eróticas —arneses, muñequeras, consoladores de diferentes tamaños, bolas chinas, látigos, estimuladores, cremas lubricantes, aceites, anillos genitales, preservativos y vibradores— que estaban siempre a la vista, incluso cuando Markus recibÃa una visita de protocolo.
2 comentarios
Tomo nota. A mà también me gusta esa mezcla de realidad y ficción, pero solo en este tipo de libros. Cuando se trata de libros históricos, no tanto, porque luego no sé que parte de la historia pasó en realidad.
Coincido contigo; no suelo leer casi nunca novela histórica porque me molesta el no saber si lo que cuentan está documentado o no.