Comienzo de la saga de lord Vorkosigan. Aventura espacial en un universo semifeudal entetenida. Pese a ser todo un clásico no me ha impresionado demasiado, no creo que siga con el resto de aventuras.
Para pasar el rato.
—Me dijo que fue un accidente de aviación. —Ah.
—Pero, en otra ocasión dijo que se había ahogado. » —¿Eh? —El destello se convirtió en una intensa Ha- | ma—. Si el vehículo se hubiera caído en un río o algo parecido, ambas cosas podrían ser ciertas. O si él lo hundió… Elena se estremeció. Miles se dio cuenta y se censuró a sí mismo en su interior por ser necio e insensible.
—Lo lamento, no quise decir eso… estoy de un humor terrible hoy, me temo —se disculpó—. Es este maldito luto. —Aleteó con los codos imitando un ave de carroña. Se quedó un momento callado, ensimismado, meditando sobre las ceremonias fúnebres. Elena le acompañó en silencio, mirando melancólicamente el gentío sombríamente reluciente de la clase alta de Barrayar, entrando y saliendo de la mansión, cuatro pisos debajo de su ventana. —¡Podríamos resolverlo! —dijo Miles de repente, sacándola de su ensoñación. —¿Qué?
—Averiguar el lugar donde está enterrada tu madre. Y ni siquiera tendríamos que preguntárselo a nadie. —¿Cómo?
Miles sonrió, incorporándose de golpe. —No voy a decírtelo. Estarías temblando como aquella vez que fuimos a explorar cavernas allá en Vorkosigan Surleau y descubrimos aquel viejo arsenal guerrillero. No volverás a tener otra oportunidad de manejar uno de esos tanques nuevamente.
Elena se mostró desconfiada. Aparentemente, su recuerdo del incidente era vivido y tremendo, aun cuando había evitado quedar atrapada en el derrumbe. Pero le siguió.
Entraron cautelosamente en la oscura biblioteca. Miles se detuvo y tomó del brazo al guardia de servicio, alejándole un poco. Con una afectada sonrisa, bajó confidencialmente la voz para decirle:
—Supongo que podrá golpear la puerta si viene alguien, ¿no, cabo? No quisiéramos ninguna… interrupción por sorpresa.
El guardia de servicio devolvió una sonrisa de entendimiento.
—Por supuesto, lord, mi… lord Vorkosigan. —Miró a Elena con fría especulación, enarcando una ceja.
—¡Miles! —susurró furiosa Elena cuando la puerta se cerró, sofocando el continuo murmullo de voces, el tintineo de vasos y cubiertos, las suaves pisadas que llegaban de los cuartos vecinos por el velatorio de Piotr Vorkosigan—, ¿te das cuenta realmente de lo que va a pensar?
—El mal a quien piensa mal —contestó alegremente Miles—. Con tal que no piense en esto… —Palmeó la cubierta del ordenador de comunicaciones, con sus enlaces de doble clave a la Residencia Imperial y a los cuarteles generales de los distintos ejércitos, que estaba incongruentemente delante de la chimenea de mármol labrado. Elena abrió la boca asombrada al ver descorrerse la cubierta. Unas cuantas pasadas de manos de Miles dieron vida a la pantalla holográfica.
—¡Creí que era máxima seguridad! —dijo Elena.
—Lo es. Pero el capitán Koudelka estuvo dándome un poco de instrucción al respecto, antes, cuando yo es-i aba… —una sonrisa amarga, el puño crispado— estudiando. Solía intervenir los ordenadores de guerra, los reales, a\ el cuartel general, y me ejercitaba con programas de simulación. Tal vez no se acordó de desprogramarme…
Estaba semiabsorto, introduciendo un desfile de complejas órdenes.
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