Susana Hernández. Cuentas pendientes.

julio 21, 2016

Susana Hernández, Cuentas pendientes
Alrevés, 2015. 288 páginas.

Conocí a la autora en una fiesta y le prometí leer este libro. Novela negra ambientada en Barcelona que hace especial hincapié en las relaciones personales de la subinspectora protagonista y con paseo por los barrios bajos incluido.

Mucha acción, ritmo trepidante y escenas de alta tensión erótica. De los que enganchan. Como defecto algún personaje (pienso en la anterior amante de Malena) resulta algo tópico por lo mala malosa.

Ágil y entretenida.

—Seguramente usted y yo tengamos conceptos distintos de lo que significa ser una buena persona.
—Cometió un error, un error tremendo, pero la gente tiene derecho a una segunda oportunidad.
—La cuestión, señor Mieres —tomó aire y lo soltó despacio—, es que no hay una segunda oportunidad para las víctimas. Eso es algo que se olvida demasiado a menudo. El daño es irreparable.
Se hizo un silencio rocoso. Agustín Mieres se pasó la mano por la calva, que iba ganando terreno a un exiguo batallón de pelo apostado en los lados del cráneo. Santa-na miró de reojo a su compañera, que remoloneaba por la unidad haciendo tiempo.
—Si le parece, haremos una cosa: quedamos mañana a las diez y nos acercamos a su casa.
Salió a la calle envuelta en una nube de emociones que no la ayudaban en nada. Necesitaba aire fresco, aunque estuviera contaminado. Vázquez la alcanzó y le ofreció un refresco. Santana bebió con ansiedad.
—Gracias. ¿Qué te parece el afinador de pianos? —preguntó, estrujando la lata.
—Se parece un poco a Tony Soprano, y eso me predispone a su favor.

Volver al barrio siempre generaba en ella un oleaje de sensaciones. Lo echaba de menos, y solo era consciente de ello cuando volvía, y al mismo tiempo, sentía un extraño desapego, la necesidad de estar lejos, de librarse de buena parte de su pasado. El Carmelo siempre le recordaba quién era, y sobre todo, quién había sido, la niña asustada y la adolescente inquieta. Su abuelo no estaba en casa. Habría salido a comprar, o estaría tomando el sol en algún parque cercano. Cada vez que lo veía sentía pánico de pensar que pudiera ser la última. Esperó un buen rato en vano, y finalmente se rindió. En la puerta de la panadería de Calderón de la Barca tropezó con un rostro familiar. —Hola, Pasa, ¿cómo estás? —No tan bien como tú, Beky.
Paco, Pasa para los amigos, y Santana se conocían de toda la vida. Crecieron juntos, compartieron meriendas y pupitre, risas y litronas. Mirándolo, no podía sustraerse a una capa viscosa de tristeza. La vida los había llevado por caminos muy distintos, casi antagónicos. Apenas quedaban cenizas de su antigua camaradería. Pasa le ofreció una calada del porro que estaba fumando.
—Estoy de servicio.
—Estás de servicio —se rió, mostrando los pocos dientes que le quedaban en pie—, como en las películas. Joder, cómo has cambiado, tía.
—No he cambiado tanto. Sigo siendo la misma de siempre.
—Qué va. —Meneó la cabeza—. Ya no eres Beky. Ni Rebeca. Ahora eres la subinspectora Santana. —Silbó con una mezcla de admiración y guasa—. Ya no fumas petas con los colegas del barrio.
—Por aquí siempre seré la nieta del carpintero. Eso no va a cambiar nunca.
—Quieras o no, no es lo mismo. Cuando currabas con los chicos del centro era otra cosa. Pero ahora… Un madero es un madero. Es como una barrera, ¿sabes?, una barrera invisible que nos separa. Es así, tía. Tú nunca has sido como los demás. Ya de canija eras diferente. Se te daban bien los estudios. Cabeza, Beky. Tienes cabeza. Me dijo el Rulos que le echaste un cable cuando lo trincaron la última vez. Que te portaste. Le buscaste un buen abogado y eso.

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