Cuatro historias con dos partes, en general relacionadas entre sí, a veces de manera clara (en la primera es la misma protagonista, un poco después) o de una manera más tenue, compartiendo personajes o ambiente. Una editora que tiene de novio a un cantante indie más joven que ella, un crucero por el Nilo y una pareja en Amsterdan, una cena de médicos donde se cuela una extraña invitada o el libro que publicó el padre del carnicero de Milwaukee.
Se puede decir que en total tenemos ocho partes de las cuales me han gustado la comida de la editora con su suegra, la violación del chico de Amsterdan y la cena de los médicos. Aunque Lluis escribe muy bien hay historias que no me han interesado lo más mínimo, siendo la conversación en formato de teatro de la pareja de niños bien con el hijo de la asistenta la que alcanza las mayores cotas de inanidad.
Se deja leer.
Habíamos tenido que estar a dieta dos días, pero no la seguimos mucho, la verdad: a mediodía no lo pudimos resistir, paramos en un pueblo y nos zampamos un cordero. En fin, somos las dos bastante comilonas. Así se explica lo que vomitamos. Mira que nos habían avisado, y, sí, el día anterior apenas habíamos comido nada, sólo lechuga, y ese día sólo desayunamos una tila y una tostada, pero al pasar por el pueblo no nos pudimos reprimir. Yo vomité discretamente, pero di el espectáculo.
La experiencia de Susana había sido, pues, acaparadora. Tanto que, hasta el momento, la suya propia parecía irrelevante.
-¿Y luego?
—Antes de vomitar estuvimos una horita terriblemente mareadas y muy inquietas. Sobre todo ella, que encima no paraba de hacer comentarios en voz baja que todavía me inquietaban más. Yo entendí enseguida que aquello requería silencio; ella no. El guía se la tuvo que llevar y, mientras lo hacía, empezó a vomitar por todas partes; la sacaron fuera, pero aun así no dejamos de oírla. Y fue como la señal. Tres o cuatro caras pálidas empezaron a hacer cola frente a la puerta del baño; otros subieron a sus habitaciones, pero las habitaciones no tenían baño propio, así que imagino que debieron hacerlo en alguna bolsa. Yo esperé pacientemente mi turno en el baño de arriba, el otro que había, junto a las habitaciones, y sólo tuve que esperar a una persona.
-¿Y entonces?
—Literalmente, lo vomité —dijo, triunfalmente—. Vi formarse la cara de mi ex marido entre el vómito, en la taza del váter. Ahora me río, puede parecer cómico, pero entonces fue muy dramático. Bueno, dramático no, no es ésa la palabra. -Estábamos, pues, entrando en su experiencia-. Ya te he dicho que es difícil de contar. Pero fue el único momento en que me sentí realmente alterada: tuve esa visión de la cara de mi ex, un poco, perdóname, en el sitio donde le correspondía. En el lugar de las heces. Y no era nada asqueroso, de verdad: fue como si hubiera encontrado el sitio donde ponerlo. Creo que me pasé al menos
media hora en aquel baño, contemplándolo. Menos mal que no vino nadie detrás.
—Pero ¿era realmente una cara hecha con el vómito?
—No —meditó—, no realmente. Pero estaba ahí, y era realmente su cara. Yo la miraba con una extraña sensación de paz. Pensé mucho en ello.
-¿Mientras la estabas mirando?
-Sí, y luego, cuando bajé. El guía me preguntó si me encontraba bien y me invitó a acostarme en una esterilla. No vi a Susana, pero tampoco pregunté por ella. Luego me enteré de que un ayudante del guía, un chico muy simpático, la había llevado a la habitación. Cuando bajó también estaba calmada. Ahora dice que lo que estaba era aterrorizada porque no dejaba de ver ráfagas de colores, pero yo la vi y estaba calmada.
Volvíamos a desviarnos. Yo guardé silencio.
-Es verdad que la abuelita te habla -prosiguió-. Sin embargo, después de lo del vómito, nunca tuve la sensación de estar drogada. Sé que es una droga, y no la volveré a probar, porque eso no puede ser sano, seguro que es peligroso y malísimo para el cerebro… Yo no tengo mucha experiencia, pero no me sentí drogada.
—Pero ¿es un estado especial?
Me miró como si hubiera algo sospechoso en mi curiosidad.
-No acabo de comprender por qué Benjamín no te convence a ti, en vez de a mí, de hacer estas cosas. —No sé si esperaba respuesta, pero, como no la recibió, continuó—: Me sentía descansada, tranquila, con la cabeza muy despejada… sólo que oyendo una especie de voz. No sé, una voz que era la mía, pero superior. Te convencía de que había que hacerle caso.
Yo podría haberle hablado de mi experiencia dilatada en voces, y en el cuidado con que hay que escuchar, en particular, a las que suenan más razonables. Pero no quería —nunca he querido, con ella— centrar la atención en mí.
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