Menoscuarto, 2006. 262 páginas.
Tit. Or. Histoires désobligeantes. Trad. Ascensión Cuesta.
Sorpresón este libro del para mí desconocido León Bloy y qye me ha maravillado por su prosa, sus temas y su extraordinaria calidad. Es del siglo XIX pero salvo por cierto regusto florido podían haberse escrito ayer mismo.
No pongo el habitual listado de los cuentos por ser muy largo, pero me detendré en unos cuantos que pueden leerse como precursores de otras obras.
La historia de un avaro que vive miserablemente, ahorrando cada céntimo sin permitirse ningún lujo. ¿Qué hace con todo el dinero? El final del relato nos lo cuenta:
—Dicen con frecuencia por todas partes —exclamó— que soy un espantoso avaro. ¡Muy bien!, algún día contarás que encontré el escondrijo infinitamente seguro que ningún avaro antes que yo había descubierto: ¡Yo escondo mi Dinero en el Seno de los Pobres…! Tú publicarás esto, hijo mío, el día en que el Desprecio y el Dolor te hayan hecho crecer lo suficiente para ambicionar el supremo honor de ser incomprendido.
El señor Llantina alimentaba a unas doscientas familias, entre las cuales habría sido inútil buscar a un solo individuo que no lo considerase un canalla: ¡hasta ese punto era astuto!
Pero hoy, ¡Santo Cielo!, ¿dónde está la pálida multitud de indigentes socorridos por el delegado episcopal de aquel Penitente?
Me recordó a la magnífica novela Dios le bendiga, mister Rosewater. La pareja de enamorados que no consigue salir de su casa porque mil incidentes cotidianos se lo impiden me trajo a la memoria El ángel exterminador y ecos de Casa tomada. Y todavía tiene sitio el autor para criticar entre líneas la sociedad bien de la época:
»Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los transportes públicos, hagamos lo que hagamos. Es totalmente estúpido, es atrozmente ridículo, pero empiezo a pensar que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una especie de extravagante fatalidad. No hay nada que hacer. Para coger el tren de las ocho, por ejemplo, incluso nos hemos levantado a las tres de la madrugada, y hasta hemos pasado la noche en blanco. Pues bien, amigo mío, en el último momento se incendiaba la chimenea, a medio camino me torcía el tobillo, el vestido de Julieta se enganchaba en una zarza, nos quedábamos dormidos en el sofá de la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertasen a tiempo, etc., etc…. La última vez olvidé mi monedero.
»En fin, lo repito, hace quince años que esto dura y siento que ahí está nuestro principio de muerte. Sabes que por esa razón lo he malogrado todo, me he enfadado con todo el mundo, paso por ser un monstruoso egoísta y mi pobre Julieta se ve rodeada, claro está, de la misma recriminación. Desde nuestra llegada a este lugar maldito hemos faltado a setenta y cuatro entierros, a doce bodas, a treinta bautizos y a un millar de visitas o gestiones indispensables. He dejado que reventara mi suegra sin verla ni una sola vez, a pesar de que ha estado enferma casi un año, eso nos privó de tres cuartas partes de la herencia, que ella nos escamotee con rabia en un codicilo justo antes de morir.
El autor posee un ojo certero y cruel para las descripciones, inigualable en el insulto:
—¿Es al menos tu amante? —le preguntaba yo alguna vez.
Pregunta brutal, lo reconozco, que hacía que se volviese de nuevo a su urna. Su respuesta negativa acababa con un gesto piadoso.
¿Acaso debo decirlo? A Beatriz le apestaba la boca y también, creo, sus grandes pies. Era tan pavitonta que uno sentía cómo le crecían unas carúnculas al cabo de un cuarto de hora de charla con ella.
Sus modales iban a juego con su cara, que parecía salida de un saladero de charcutería de la plebe.
Quisquillosa como para hacer abortar a las perras, y pudibunda como la aritmética, acogía sin demasiada acidez, en su purísimo lecho, las adhesiones crepusculares de algunos machos cabríos del pequeño comercio extenuados. ,
El suave Thierry tuvo que resignarse seis de cada diez veces, sollozando, a encontrar la puerta cerrada. Casi hasta lo echaron escaleras abajo, bajo una tormenta de las más indecentes maldiciones.
Al final les dejo un relato entero que da cuenta de su maestría en el retrato de seres infames.
Aunque no tengo los conocimientos como para acreditarlo, me da la impresión de que buena parte de la frescura proviene de una excelente traducción.
Lo recomiendo sin reservas.
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
XVI. Una mártir
—Así pues, yerno mío, es muy cierto que ninguna consideración religiosa podrá hacer mella en su alma. No esperará usted siquiera a mañana para hacer sus porquerías, lo veo venir. No tendrá piedad alguna de esta pobre niña, criada hasta hoy en la pureza angelical, y a la que va ahora a empañar con su aliento de reptil. En fin, Dios mío, hágase tu voluntad, ¡y bendito sea tu santo nombre, por los siglos de los siglos!
—Amén —respondió Jorge encendiendo un puro—. Por última vez, querida suegra, cuente usted con mi eterno agradecimiento. Confío infinitamente en sus oraciones y, créame, no olvidaré sus exhortaciones; buenas tardes.
El tren se puso en marcha. La señora Durable, que permanecía en el andén, miró cómo huía el rápido que se llevaba a la pareja de recién casados hacia el Mediodía.
Alterada aún por las emociones de la jornada, pero con los ojos tan secos como un esmalte recién salido del horno, daba golpecitos nerviosos en el suelo con la punta del paraguas.
Calculando con rabia las inmolaciones y los sacrificios, se decía, la pobre, que ciertamente era muy duro haber vivido veinte años únicamente para aquella hija ingrata que así la abandonaba ahora, a las pocas horas de su boda, para irse con un extranjero a todas luces carente de pudor y que, sin duda, la profanaría casi de inmediato con sus manoseos impúdicos.
—¡Ah, sí, por descontado, cuánta satisfacción dan los hijos! Piense usted —se dirigía casi inconscientemente al jefe de estación, que se había acercado a ella para pedirle educadamente que desapareciera—, piense que los traemos al mundo con unos dolores espantosos que no se puede usted ni imaginar, que los educamos en el temor a Dios, que intentamos que parezcan ángeles para que sean dignos de cantar eternamente a los pies del Cordero; que rezamos sin descanso día y noche por ellos, durante un tercio de nuestra vida; que nos infligimos, por el bien de esas tiernas almas, penitencias cuyo mero recuerdo hace estremecer. ¡Y ya ve la recompensa! ¡Ésta es la recompensa! Nos abandonan, nos dejan plantados como a un viejo harapo o como a una mondadura en cuanto aparece un gañán al que en su día cometimos la tontería de recibir porque parecía un buen cristiano y que enseguida se aprovechó de eso para mancillar un corazón inocente, para sugerir visiones impuras, para hacer creer —me atrevería a decir— a una joven educada en la más santa ignorancia que las sucias caricias de un esposo de carne y hueso le darán una alegría más intensa que las castas efusiones de la ternura de una madre…
Y ya ve usted lo que ocurre, ¡podrá usted dar testimonio el día del juicio final! Aquí me tiene, abandonada, olvidada, sola, traicionada en este mundo y sin consuelo ni esperanza. Póngase un momento en mi
lugar.
—Señora —contestó el empleado—, créame por favor cuando le digo que comparto su pesar. Pero tengo el deber de decirle que las exigencias del servicio no nos permiten dejarla permanecer aquí por más tiempo. Por lo tanto, le ruego, lamentándolo mucho, que tenga la amabilidad de retirarse.
La madre dolorosa, así despedida, desapareció entonces, no sin antes, por última vez, haber puesto al cielo por testigo de la inmensidad de su duelo.
La señora Virginia Durable, apellidada Mucus de soltera, era el prototipo nunca suficientemente admirado de la mártir.
Es más, era incluso una mártir de Lyon y, por tanto, la pécora más atroz que haya podido existir.
Desde pequeñita la habían entregado a los verdugos más crueles y no había conocido jamás el alivio del consuelo humano. El universo quedaba, además, regularmente informado de sus tormentos.
Treinta años atrás, cuando el señor Durable, hoy comerciante de ostras retirado, se había casado con semejante holocausto, no se percató en absoluto el pobre de la espantosa responsabilidad de torturador que asumía.
No tardó en darse cuenta e incluso, a la larga, eso lo dejó lelo.
Hiciera lo que hiciera o dijera lo que dijese, ni una sola vez lograba no ser un criminal o no pisotear el corazón de su mujer clavándole puñales o espinas.
Virginia era una de esas amables criaturas que han «sufrido tanto», de las que ningún hombre es digno, a las que nadie puede ni comprender ni consolar y a las que les faltan brazos para alzar al cielo.
Enarbolaba, huelga decirlo, una piedad sublime que hubiera sido ridículo pretender admirar lo suficiente, y que a ella misma no cesaba de sorprender.
En una palabra, fue una esposa irreprochable, ¡ay Dios de los cielos! Y que a buen seguro atraía bendiciones del todo excepcionales para el establecimiento comercial de un malhechor imbécil e inoperante que no valoraba su dicha.
Un día, algunos años después de la boda, siendo la mártir aún joven y, al parecer, bastante apetitosa, el odioso personaje la sorprendió en compañía de un caballero bastante ligero de ropa.
Las circunstancias fueron tales que hubiera sido menester no sólo estar ciego sino además sordo como un tapia para albergar la más mínima duda.
La austera devota que le ponía los cuernos, con entusiasmo sin lugar a dudas compartido, no era lo bastante literaria como para poner en su boca las palabras de Ninon,2 pero fue casi igual de bonito.
Se acercó a él, con los pechos al aire, y con voz muy dulce, una voz profundamente grave y dulce, le dijo a aquel hombre estupefacto:
—Amigo mío, estoy en tratos con el señor Conde. Por lo tanto, es mejor que vaya a ocuparse de sus asuntos, ¿no cree? —después de lo cual cerró la puerta.
Y ahí se acabó todo. Dos horas más tarde, le comunicaba a su marido que ya no volvería a dirigirle la palabra, salvo en caso de urgencia absoluta, y se declaraba cansada de tener que condescender hasta su alma de tendero, y en verdad digna de compasión por haber sacrificado sus expectativas de joven virgen a un patán sin ideales, que tenía la falta de delicadeza de espiarla.
Siendo como era hija de ujier, no olvidó en aquellas circunstancias recordarle la superioridad de su estirpe.
A partir de ese día, la cristiana de los primeros siglos se aferró a la palma del martirio, y la existencia se volvió un infierno, un lago de amargura muy hondo para el pobre cornudo domado que se dio a la bebida y se idiotizó lo suficiente como para ser plausible y caritativamente encerrado en un asilo.
Gracias a una suerte inaudita, la educación de la señorita Durable había sido mejor de lo que habría cabido esperar vistas las circunstancias.
Bien es verdad que su virtuosa madre, aplicada incansablemente en el embrutecimiento del señor Durable y entregada además a oscuras farsas, no se había ocupado mucho de ella y la había dejado muy
pronto al cuidado mercenario de las religiosas de la Escalera de Pilatos que, milagrosamente, cumplieron a conciencia con su misión.
La muchacha con una dote suficiente, y presentable en todos los sentidos, aprovechó rápidamente la primera ocasión de matrimonio que se le presentó, tan pronto como se hubo percatado de la ridiculez y de la malicia execrable de aquella vieja rastrera, que se convirtió entonces en suegra por un misterioso decreto de la temible Providencia.
La valentía del novio fue objeto de admiración general.
Apenas concluida la ceremonia, éste, muy independiente de carácter, declaró su firme voluntad de alejarse de inmediato con su mujer en un tren rápido; todo el mundo pudo ver que esta resolución, sin duda concertada de antemano, no afligía en absoluto a la joven esposa, que sólo prestó escasa atención a los gemidos o reproches maternos.
La señora Durable, presa de una indignación de lo más generosa, volvió pues a su casa, solitaria y meditando venganzas divinas.
Aunque no; la palabra venganza no era la apropiada. Se trataba de un castigo.
Esa madre ultrajada tenía derecho a castigar. Es más, tenía el deber de hacerlo, para que se respetase el cuarto mandamiento de la ley de Dios.
A partir de ahí, cualquier medio quedaba justificado, ya que la intención piadosa purificaría los tejemanejes más venenosos.
Para ejecutar tan loable designio, la mártir puso su empeño a partir de entonces en conseguir, mediante todo tipo de argucias y engaños, la deshonra de su yerno y la deshonra de su hija.
El primero fue acusado de vicios monstruosos y de costumbres infames, que certificaron abominables testigos. La muchacha recibió cartas que hubieran podido estar fechadas en Sodoma.
La Culata le mandó un memorial de agravios, y el Tío del Dedo Gordo le anunció que «las cosas no quedarían así». Un torrente de inmundicias sumergió el lecho conyugal de los nuevos esposos.
Al marido, por su lado, lo agobiaron con infinitos mensajes anónimos o pseudónimos, de formas variadas, pero siempre pegajosos y saturados de la más afable tristeza, que lo informaban detalladamente del pasado turbio de su compañera, bajo cuya influencia se habían corrompido cincuenta muchachas en los dormitorios del internado y que, ciertamente, sólo había podido ofrecerle junto con su dote la ordinaria y rudimentaria virginidad de su cuerpo.
No hay palabras para expresar la diabólica maldad, la competencia infernal que movía todos los hilos de esa trama de imposturas, que dosificaba de ese modo, día tras día, los espantosos venenos de la infanticida.
Aquello duró más de seis meses. Los desgraciados, que al principio sólo quisieron sentir un profundo desprecio, se vieron enseguida embargados por el horror de tan tenaz persecución.
Se enteraron de que a su alrededor llovían cartas procedentes de la misma fuente desconocida; éstas llegaban a los hoteles, a los jefes y a la servidumbre, y a ciertos notables de las ciudades o de los pueblos que atravesaban en su huida.
Se vieron atenazados por la angustia continua del pánico, corroídos por irreparables sospechas que, en vano, consideraban absurdas; y acabaron cayendo en una cloaca de melancolía.
Dejaron de dormir, de comer y sus almas se derramaron por los pálidos abismos donde se diluye la esperanza.
Por fin, un día, murieron juntos a la misma hora y en el mismo lugar, sin que se haya podido saber a ciencia cierta de qué modo dejaron de sufrir.
La madre, que los seguía cual tiburón, quiso dejar constancia de su suicidio para que no pudieran descansar en sepultura cristiana.
Cada día que pasa es más la Mártir, todos los días se eleva hasta el tercer cielo con extrema facilidad y todas las tardes, a última hora, le echa un rapapolvo —cuenta la crónica de la calle de Constantinopla— a un robusto criado.
2 comentarios
Conocí a este autor porque un amigo uruguayo me regaló justo este libro. Me quedé patidifuso, anonadado, ojiplático… En fin, muy interesante.
Para el curioso lector. Existe una antología de los diarios de Bloy traducida por Cristóbal Serra.