Karen Russell. Vampiros y limones.

septiembre 21, 2021

Karen Russell, Vampiros y limones
Tusquets, 2014. 280 páginas.
Tit. or. Vampires in the Lemon Grove.

Incluye los siguientes cuentos:

Vampiros y limones
Devanando para el Imperio
La legión de gaviotas desciende sobre Strong Beach, 1979
La ventana de Hox River
El Establo al final de nuestro mandato
Reglas para hinchas en la Antártida, según Dougbert Shackleton
Los nuevos veteranos
El monigote insepulto de Eric Mutis
Me lo recomendaron hace muchísimo tiempo y ante la imposibilidad de hacerme con un ejemplar físico he tirado por la calle de en medio y me lo he leído en digital. Un acierto. Son cuentos que pueden incluirse dentro de la corriente del new weird, terreno intermedio entre la fantasía, la ciencia ficción y el realismo mágico. Historias cotidianas con elementos fantásticos.

Por ejemplo, en el primero de los relatos, dos vampiros pasan las tardes cerca de un campo de limones italiano. Porque el protagonista ha descubierto que el sol no tiene por qué matarte y que tampoco es imprescindible beber sangre. Otro tipo de bebidas pueden calmar el ansia, aunque no eliminarla, porque la insatisfacción siempre estará presente.

En Devanando para el imperio jóvenes japonesas son reclutadas para hilar seda, con la particularidad que la producen ellas mismas, tras beber una extraña poción que las convierte en generadoras de hilos. Todos los relatos tienen ese toque de extrañeza y además evitan conclusiones, son pedazos de vida, fragmentos que atisbamos a ver y que no sabemos cómo continúan.

Aquí tienen una reseña en la que resumen algunos cuentos más:Vampiros y limones y yo por mi parte me quedo con la pena de que no se hayan traducido más.

Recomendable.

Cada día, turistas llegados de Gales, de Alemania, de Estados Unidos, son transportados en barca desde sus cruceros hasta el pie de estos acantilados. Suben en teleférico para visitar el limonar, para comer «perros calor» con mostaza salpicada de motitas marrones y beber granizados de limón. Toman fotos de los hermanos Alberti, Benny y Luciano, gemelos adolescentes que se agarran a los rodrigones del tronco de los limoneros y ofrecen el desganado espectáculo de la recogida de los limones, se amenazan el uno al otro con unas desplantadoras y llaman a las mujeres «vaginas» en argot italiano. «Buona sera, vaginas!», gritan desde los árboles. Tengo para mí que los turistas se están volviendo cada vez más tontos. Ya ninguno habla italiano, y estas mujeres de hoy día parecen inmunes a la agresividad. A menudo fantaseo con enseñar los colmillos a los hermanos Alberti, sólo para ponerlos a raya.
Como decía, los turistas no suelen prestarme atención; quizá sea por el dominó. Hace unos años le compré a Benny un maltrecho juego con fichas de color rojo, un accesorio de atrezzo gracias al cual me hago invisible, lo bastante banal para mantenerme escondido a plena vista. En verdad no me interesa el juego; más que nada, me entretengo montando casitas y corrales con las fichas.
Cuando cae el sol, los turistas prorrumpen en gritos alrededor. «¡Mirad! ¡Allá arriba!». Es la hora del paso de I pipistrelli impazziti: el descenso de los murciélagos.
De unos acantilados que brillan como pálida cal emergen los murciélagos, expulsados al parecer a millares de millones de las cuevas. Su caída es abrupta y vertical, como un granizo negro. A veces un cambio súbito del tiempo hace que alguno se aleje de estos árboles succionado por el mar turquesa. Hay cien metros hasta el limonar, doscientos hasta la revuelta espuma del Tirreno. En el precipicio, alzan el vuelo y se estrellan entre las verdes copas de los árboles.
—¡Oh! —exclaman embelesados los turistas, agachando la cabeza.
De cerca, las alas desplegadas de los murciélagos son membranas alienígenas; delicadas, como algo interno vuelto del revés. El sol poniente baña sus cuerpos de un rojo crepuscular. Los murciélagos tienen las caritas negras y arrugadas, diminutas, como gárgolas o abuelos cascarrabias. Y colmillos como los míos.
Esta tarde, una de las turistas, una pelirroja de Texas con una gran mata de pelo recogida en lo alto de la cabeza, ha conseguido que se le quedara un murciélago atrapado entre la maraña de pelo, mientras ella lloraba, con lágrimas de verdad, aullando: «¡SACA LA DICHOSA FOTO, SARAH!».
Yo fijo la vista en un punto más allá de los árboles y enciendo un cigarrillo. Mi encorvada columna se tensa. El terror de los mortales siempre dispara en mí algún antiguo resorte que me deja triste e irritable. Ahora tardarán todos largos minutos en dejar de gritar.

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