Julio Ramón Ribeyro. La palabra del mudo.

junio 19, 2020

Julio Ramón Ribeyro, La palabra del mudo
Seix Barral, 2010. 1036 páginas.

Antología de todos los cuentos de Ribeyro, dejo al final la lista detallada. Todos son una delicia, es un cuentista de primer nivel que toca diferentes estilos, desde un cuento de humor tan logrado como La insignia hasta historias de una crudeza tremenda como Al pie del acantilado.

Un verdadero descubrimiento. Muy recomendable.

Cuentos olvidados

La vida gris
La huella
El cuarto sin numerar
La careta
La encrucijada
El caudillo

LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS

Los gallinazos sin plumas
Interior «L»
Mar afuera
Mientras arde la vela
En la comisaría
La tela de araña
El primer paso
Junta de acreedores
Cuentos de circunstancias
La insignia
El banquete
Doblaje
El libro en blanco
La molicie
La botella de chicha
Explicaciones a un cabo de servicio
Página de un diario
Los eucaliptos
Scorpio
Los merengues
El tonel de aceite

Las botellas y los hombres

Las botellas y los hombres
Los moribundos
La piel de un indio no cuesta caro
Por las azoteas
Dirección equivocada
El profesor suplente
El jefe
Una aventura nocturna
Vaquita echada
De color modesto

Tres historias sublevantes

Al pie del acantilado
El chaco
Fénix

Los cautivos

Te querré eternamente
Bárbara
La piedra que gira
Ridder y el pisapapeles
Los cautivos
Nada que hacer, monsieur Baruch
La estación del diablo amarillo
La primera nevada
Los españoles
Papeles pintados
Agua ramera
Las cosas andan mal, Carmelo Rosa

El próximo mes me nivelo

Una medalla para Virginia
Un domingo cualquiera
Espumante en el sótano
Noche cálida y sin viento
Los predicadores
Los Jacarandas
Sobre los modos de ganar la guerra
El próximo mes me nivelo
El ropero, los viejos y la muerte

Silvio en El Rosedal

Terra incógnita
El polvo del saber
Tristes querellas en la vieja quinta
Cosas de machos
Almuerzo en el club
Alienación
La señorita Fabiola
El marqués y los gavilanes
Demetrio
Silvio en El Rosedal
Sobre las olas
El embarcadero de la esquina
Cuando no sea más que sombra
El carrusel
La juventud en la otra ribera

Solo para fumadores

Solo para fumadores
Ausente por tiempo indefinido
Té literario
La solución
Escena de caza
Conversación en el parque
Nuit caprense cirius illuminata
La casa en la playa

Relatos santacrucinos

Mayo 1940
Cacos y canes
Las tres gracias
El señor Campana y su hija Perlita
El sargento Canchuca
Mariposas y cornetas
Atiguibas
La música, el maestro Berenson y un servidor
Tía Clementina
Los otros

Cuentos desconocidos

Los huaqueros
El abominable
Juegos de la infancia
Cuento inédito
Surf

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje, que por lo demás era un traje que usaba poco. Solo recuerdo que en una oportunidad lo mandé lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: «Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo.»
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza verdaderamente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuademaciones, cuando el patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: «Aquí tenemos algunos libros de Feifer.» Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aun-
que mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: «Feifer estuvo en Pilsen.» Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: «Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga.» Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un librito de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente pero como no pude solucionarlo, acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios, cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, solo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños, que merodeaban, y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el -mismo método expositivo que a la organización «Üel Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección y, al volverme, me hizo una seña para que me acercara.
—Es usted nuevo, ¿verdad? —me interrogó, un poco
desconfiado.
—Sí —respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia—. Tengo poco tiempo.
—¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
—Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
—¿Quién? ¿Martín?
—Sí, Martín.
—¡Ah, es un gran colaborador nuestro!
— Yo soy un viejo cliente suyo.
—¿Y de qué hablaron?
—Bueno…, de Feifer.
—¿Qué le dijo?
—Que había estado en Pilsen. En verdad…, yo no lo sabía.
—¿No lo sabía?
—No —repliqué con la mayor tranquilidad.
—¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
—Eso también me lo dijo.
—¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
—En efecto —confirmé—. Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos luego una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención.
—Tráigame en la próxima semana —dijo— una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
—¡Admirable! —exclamó—. Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cascaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un mono en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. «Ha ascendido usted un grado», me dijo el superior de nuestro círculo; abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podía expli-
carme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización, aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales de nuestra agrupación y vi cómo se extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cabala.
Lima, 1952

La ciudad progresó. Pero nuestra calle perdió su sombra, su paz, su poesía. Nuestros ojos tardaron mucho en acostumbrarse a ese nuevo pedazo de cielo descubierto, a esa larga pared blanca que orillaba toda la calle como una pared de cementerio. Nuevos niños vinieron y armaron sus juegos en la calle triste. Ellos eran felices porque lo ignoraban todo. No podían comprender por qué nosotros, a veces, en la puerta de la casa, encendíamos un cigarrillo y quedábamos mirando el aire, pensativos.
Mientras tanto, nuestra casa se había ido llenando de animales. Al comienzo fueron los perros, esos perros vagabundos y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a la gente que no paga alquiler. No sé por qué vinieron hasta aquí: quizás porque olfatearon el olor a cocina o simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir.
moledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna, estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendía en canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo al fiado. «No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda.» Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.
Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre la vida del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoievski, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo xvn y figura en el Don Juan, de Moliere. La obra arranca con esta frase: «Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive sin tabaco, no merece vivir.» Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa época el tabaco se aspiraba por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo xix —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo xx. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: «No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo pensamiento. Sí, puedo decir que como para poder fumar…
Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un quiosco callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja frau del quiosco y yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como «escribir es un acto complementario al placer de fumar», me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese lo más natural me pareció entonces pasar por el quiosco cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré candidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, pues la frau cerró de un tirón la ventanilla del quiosco y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro basadas en la confianza y la convivialidad, como
es la institución del fiado. Para la frau del quiosco, un tipo que le pedía algo pagadero mañana no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.
LOS OTROS
Ese hombre gordo y medio calvo que toma una cerveza en la terraza del café Haití mientras lee un periódico y se hace lustrar los zapatos fue el invencible atleta de la clase que nos dejó siempre botados en la carrera de cien metros planos y esa señora ajada y tristona que sale de una tienda cargada de paquetes la guapa del colegio a quien todos nos declaramos alguna vez en vano. Ahora, que como otras veces, paseo por Miraflores luego de tantos años de ausencia, veo y reconozco a ambos, como a otros tantos amigos de escuela o de barrio y me siento afligido pues nada queda de sus galas y ornamentos de juventud, sino los escombros de su antiguo esplendor. Pero en fin, me digo, envejecidos o achacosos, ellos siguen habitando el espacio de su infancia y marcándolo con sus pisadas, sus victorias, sus penas y sus sueños. Pero los otros, me pregunto, ¿dónde están los otros? ¿Dónde están los que se fueron tan temprano y ya no pueden, aunque fuese minados por la vida, y ya no pueden seguir hollando los caminos de su niñez y respirando el aire de su balneario?
Llego al malecón desierto al cabo de mi largo paseo, agobiado aún por el aleteo de invisibles presencias y reconozco en el poniente los mismos tonos naranja, rosa, malva que vi en mi infancia y escucho venir del fondo de los barrancos el mismo viejo fragor del mar reventando sobre el canto rodado. Me pregunto por un momento en qué tiempo vivo, si en esta tarde veraniega de 1980 o si cuarenta años atrás, cuando por esa vereda caminaban Martha, Paco, María, Ramiro. Presente y pasado parecen fundirse en mí, al punto que miro a mi alrededor turbado, como si de pronto fuesen a surgir de la sombra las sombras de los otros. Pero es solo una ilusión. Los otros ya no están. Los otros se fueron definitivamente de aquí y de la memoria de todos, salvo quizás de mi memoria y de las páginas de este relato, donde emprenderán tal vez una nueva vida, pero tan precaria como la primera, pues los libros y lo que ellos contienen se irán también de aquí, como los otros.

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