Joshua Cohen. Cuatro mensajes nuevos.

mayo 22, 2024

Joshua Cohen, Cuatro mensajes nuevos
De Conatus, 2019. 220 páginas.
Tit.or. Four new messages. Trad. Javier Calvo.

Incluye los siguientes cuentos:

Emisión
McDonald’s
El distrito de la universidad
Enviado.

Cuya sinopsis de la contraportada es bastante acertada:

En “Emisión”, un desafortunado traficante de drogas en Princeton se siente humillado cuando una de sus noches vergonzosas se vuelve viral. “McDonald’s” habla de un redactor farmacéutico frustrado a nivel imaginativo por la existencia de una palabra que no puede poner en el papel. En “El distrito de la universidad”, un ex profesor de escritura creativa, un neoyorquino exiliado en el Medio Oeste, se niega a leer las historias de sus alumnos, y les pide que construyan una réplica del edificio Flatiron. “Enviado” comienza de manera mítica en los bosques de Rusia, pero después se sumerge en el presente y un aspirante a periodista se encuentra en un pueblo a todas las mujeres protagonistas de la pornografía que ha consumido en Internet.

Pero cuyo comentario de Fresán en la contra fusión de Saul Bellow con David Foster Wallace, no. No he visto rastro de Bellow y solo los tics más molestos de Foster Wallace. Me costaría decidir cuál es el relato que menos me ha gustado, si la inanidad de Emisión, anécdota estirada con apenas dos cosas interesantes, la metaficción aburrida de McDonald’s, con ese escritor frustrado hablando sobre el hecho de escribir, algo tan sobado que aburre hasta a las ovejas. Los otros dos no se quedan cortos, con ese profesor iluminado que parece paródico pero no lo es y esas historias inconexas sobre Rusia y la prostitución.

No me ha gustado.

No puedo decir la Palabra, le dije.
Estábamos en el dormitorio.
Mi padre ocupaba una silla delante de la cama donde estaba yo, dando sorbos a una copa de vino y mirándome.
Estás intentando que la diga, le dije.
Las paredes eran blancas y estaban manchadas de brochazos recientes de pintura: retales de colores que mis padres estaban considerando para repintar el dormitorio, un surtido de colores pastel y otros casi neutrales que no pegaban conmigo para nada. La cama y la silla no eran mías, sino nuevas. Mi escritorio con tapa había desaparecido junto con los estantes, la habitación estaba siendo convertida en cuarto de invitados pero —tal como mi madre se había esforzado por decirme por teléfono aquel mismo viernes— yo siempre sería bienvenido.
¿Cómo puedes contarme lo que pasó sin decirme qué Palabra es?, preguntó mi padre, con un aspecto repentinamente más anciano y canoso y orondo y gotoso, y cogiendo sus gafas de la repisa y tambaleándose un poco, aunque quizá solo se le habían dormido los pies, salió de la habitación.
Después de la cena mi madre desapareció rumbo al fregadero para enjuagar platos y devolverle la llamada a una amiga que la había llamado en mitad de la ternera Stroganoff, mientras que mi padre y yo nos quedamos sentados como patas extras de la mesa y él me dijo: intentémoslo otra vez, de manera que le conté la historia.
Le dije: hay una chica, empezaremos por ella, supongo que tengo que describirla. ¿Es guapa?, preguntó mi padre, y yo le dije: yo la describo como broncínea (no estaba seguro de qué quería decir aquello), tiene el pelo teñido de rojo y unos ojos enormes del tamaño de bocas. ¿Es sexi?, me preguntó mi padre echando un vistazo a mi madre, que estaba ocupada preparando un bocadillo dietético de postre a base de oreja, teléfono y hombro. Le dije: es como una chica del montón pero más del montón, es decir, es un poco choni, pero también está completamente cubierta de sangre, en la primera escena está ensangrentada de pies a cabeza. Di que sí, dijo mi padre (distrayéndose con la botella, se sirvió lo que quedaba del petit noir), ¿pero a las distintas secciones de un libro se las puede llamar escenas? Yo pensaba que era un término solo del cine. Puedes decir escena refiriéndote a un libro, le dije, pero si dices capítulo refiriéndote a una película la gente va a pensar que eres gilipollas. Pues claro que sí, dijo mi padre, luego dio un sorbo, guiñó el ojo y para cuando devolvió la copa a la mesa ya había dejado de correr el agua del fregadero, la cocina estaba vacía y mi madre ya había subido al piso de arriba; su risa flotó a lo lejos y por fin desapareció, diluida en una hilaridad más elevada: en el zumbido de la nevera, el funcionamiento del lavavajillas, el brío compulsivo del reloj.

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