Planeta, 2010. 410 páginas.
Tit. or. History’s great untold stories. Trad. Mónica Fernández Casado.
Los grandes personajes de la historia eclipsan a los pequeños, que muchas veces tienen una vida tan interesante o más que los primeros. Hay un programa de radio Vidas contadas que nos muestra a esos grandes desconocidos. Lo mismo hace Cummins con momentos históricos que no por falta de fama merecen olvido.
La galería es impresionante, desde el sínodo del cadáver hasta la muerte de la contracultura mexicana, con los sucesos del 2 de octubre (y fue casualidad que acabara de leer el libro ese día). He descubierto el talento militar de Subotai y como se contuvo la peste de San Francisco. Como Bering descubrió Alaska o la increíble guerra por los excrementos de pájaro: la guerra del guano.
Un libro sabroso de principio a fin, con multitud de historias interesantes bien acompañadas de fotografías e ilustraciones. Les dejo algunas anécdotas espigadas, aunque hubiera podido copiar aquí medio libro:
La separación iglesia estado en Estados Unidos:
Para empezar, a Williams le preocupaba que las personas que tenían que comparecer en los tribunales civiles estuviesen obligadas a jurar lealtad a la colonia «con la ayuda de Dios». ¿Ysi no creen en Dios?, se preguntaba, ¿entonces, qué? Dado que no creer en Dios no era una opción en la tierra de los puritanos —y en cierto modo tampoco lo es en Estados Unidos de hoy en día— la gente se escandalizó y se indignó. Lo mismo que cuando Williams preguntó quién había dado a los jueces el derecho de obligar a las personas a ir a la iglesia y a procesarlos si tomaban el nombre de Dios en vano. Así, Williams fue una de las primeras voces en Estados Unidos a la que se le escuchó defender lo que, desde ese momento, se convirtió en la doctrina estadounidense por excelencia: la separación entre Iglesia y Estado. Esa doctrina fue recogida detalladamente un siglo y medio después por políticos comoThomas Jefferson y John QuincyAdams, en la Carta de Derechos y en la Constitución de Estados Unidos.
Benjamin Lay, todo un personaje:
Antes de Thomas Ciarkson, Granville Sharp, Olaudah Equiano y William Wilberforce, vivió el cuáquero americano Benjamín Lay, un hombre muy adelantado a su época que utilizó técnicas de teatro guerrillero para promover una reforma. Lay nació en Inglaterra, en 1682, pero de resultas de algunas «extravagancias en conducta y lenguaje» lo desterraron a las Indias Occidentales en 1730, donde adquirió información de primera mano de la apremiante situación de los esclavos en los campos de azúcar. Cuando se trasladó a Filadelfia, en 1731, Lay —con un aspecto como de gnomo, con sólo 1,40 centímetros de altura, jorobado, barbudo y de pelo canoso— fue un dolor de muelas para los cuáqueros americanos, muchos de los cuales todavía poseían esclavos. Como la esclavitud todavía estaba permitida en la ciudad de Filadeffia, Lay no quiso vivir en esa ciudad y se trasladó a una cueva en los bosques. Rechazaba cualquier comida o ropa que hubieran producido los esclavos.
Le gustaba presentarse en las ceremonias religiosas de los cuáqueros y representar teatro guerrillero, una táctica que prefiguraba los métodos utilizados en la década de 1960 en las protestas contra la perra de Vietnam. Un día, irrumpió en la reunión de los Amigos de
j Nueva Jersey y atravesó la nave de la iglesia a grandes zancadas, llevando una daga y una enorme Biblia. «A los ojos de Dios -gritó- sois tan culpables como si apuñalaseis a vuestros esclavos en el corazón como hago yo con este libro.» Al clavar la daga en la Biblia, agujereó una pequeña bolsa de zumo que llevaba oculta bajo la portada y un líquido parecido a la sangre salpicó a las personas que estaban en las primeras filas.
En otra ocasión, Lay permaneció durante horas fuera de un templo cuáquero con las piernas desnudas hundidas en la nieve para mostrar el calvario que vivían los esclavos que no tenían un lugar donde refugiarse. Si se lo invitaba a una casa siempre se corría peligro, ya que si veía por ejemplo una taza de té en la que se hubiese consumido azúcar producido por esclavos, la rompía a pedazos. También se decía, aunque puede ser una historia apócrifa, que una vez secuestró al hijo de un esclavista durante unas pocas horas, para mostrar a sus padres cómo se sentía uno al tener un hijo en cautividad.
En parte como resultado de las radicales tácticas de Lay, en 1758, los cuáqueros de Filadelfia aprobaron una resolución contra el comercio esclavista. Un año después, Lay falleció.
(más información: Benjamin Lay, Quaker and Abolitionist)
Orígenes de las chapas de protesta:
En ese momento, la campaña para acabar con el comercio de esclavos recurrió a todas las estrategias que hoy en día son comunes entre los grupos de protesta. El Comité contra la Esclavitud publicaba periódicamente una «Carta a nuestros amigos en el país» para mantener informados a sus partidarios. Actualmente, la mayor parte de las organizaciones editan boletines de noticias como algo normal. Se redactó una petición para recaudar fondos, firmada por Granville Sharp, y entregada en mano a los posibles donantes más importantes de Londres, probablemente la primera petición directa de fondos.
Josiah Wedgwood, el famoso alfarero y nuevo miembro de la comisión, hizo que sus trabajadores diseñaran un sello especial para estampar en esas cartas. En él se mostraba a un esclavo encadenado levantando las manos y la leyenda: « ¿No soy un hombre y un hermano?». Esta imagen pronto se hizo omnipresente en toda Gran Bretaña: en relieve sobre las cajas de rapé, grabada en los gemelos, como medallón y en las pulseras de las damas. Los equivalentes modernos de estos artículos son las insignias, chapas y camisetas.
Una idea muy ingeniosa:
Si hubiera un premio para la idea más rápida con la que evitar la muerte, sería para la que se le ocurrió a David Q. Rousseau, de Kentucky, un filibustero que tuvo la mala suerte de unirse a Narciso López en su invasión de Cuba de 1851 y que se hallaba entre los cincuenta y un hombres capturados junto con William Logan Crittendon por los españoles. Cuando les dieron media hora para escribir sus últimas cartas antes de ser ejecutados, Rousseau, que no tenia a nadie cercano a quien desease escribir, tuvo una idea.
Estaba seguro de que los españoles leerían las cartas, por lo que fingió que el secretario de Estado de Estados Unidos, Daniel Webster, era un buen amigo suyo. Su misiva empezaba: «Dan, mi querido amigo: Quién iba a pensar cuando nos separamos a! final del último encuentro que ahora estaría en el agujero infernal del calabozo desde el que te escribo. Deseo que le envíes al ministro español una caja de ese vino viejo de Madeira que tienes… y que le hables del estúpido lío en el que me he metido». Los españoles, en efecto, leyeron su carta, y decidieron actuar de manera inteligente y no matar a Rousseau, pues se suponía que tenía poderosos contactos. Ejecutaron a todos los demás, pero él se libré y lo enviaron a las minas de plata que los españoles tenían en Marruecos. Lo pusieron en libertad dos años después, y volvió a Estados Unidos, donde más tarde sirvió como lugarteniente en la guerra civil para un regimiento de Kentucky.
El exterminio de la población de la isla de Pascua, efecto colateral del comercio del guano:
Sin embargo, gradualmente, en China empezó a correr la voz sobre los peruanos que se llevaban a sus habitantes, de forma que se buscó una nueva fuente de mano de obra a través de una práctica conocida como blackbirding, que consistía en contratar a personas de Malasia o de la Polinesia como trabajadores. A estos hombres y mujeres se les prometía un período de trabajo de tres años con buenos salarios; pero en las Chincha sólo se encontraban con trabajo duro, enfermedad y muerte. Con el tiempo, se prescindió de estos «contratos»: simplemente se los secuestraba.
A principios de diciembre de 186?, una flota de ocho barcos dejó Perú y navegó 3.900 kilómetros en dirección oeste, hacia la isla de Pascua. Unas semanas después, una fuerza de unos ochenta marineros desembarcó y mostró a los habitantes de la isla una selección de baratijas y mercancías. Cientos de personas se reunieron para verlos. Después, uno de los capitanes de los barcos hizo un disparo al aire y los recién llegados comenzaron a sacar pistolas y a llevar a los habitantes hacia los barcos. En medio del pánico, algunos isleños se tiraron al mar y á otros les dispararon y mataron cuando intentaban escapar. En total, capturaron a casi todos los hombres en edad de trabajar de la isla (unos cien mil, un tercio de la población total), incluido el jefe, el príncipe de la corona y a todos los sacerdotes que sabían leerlos antiguos y todavía misteriosos jeroglíficos de isla de Pascua.
Transportaron a estos hombres a las islas Chincha, donde novecientos de ellos murieron en un plazo muy corto de tiempo. Estas acciones por parte de Perú fueron tan escandalosas que Francia, Estados Unidos e incluso Gran Bretaña —que seguía siendo el mayor beneficiario del guano— se quejaron y, al final, se repatrió a los cien pascuenses que habían sobrevivido. Durante el trayecto, ochentay cinco de ellos murieron de viruela y sólo quince volvieron a pisar la costa. Algunos de esos quince eran portadores del virus, lo que diezmó todavía más a la población de la isla. Esta catástrofe fue el golpe final contra la antigua cultura de la isla de Pascua y acabó para siempre con cualquier oportunidad que pudiesen tener los científicos modernos de comprender la antigua civilización que una vez prosperó en ella.
Calificación: Muy bueno.
4 comentarios
Muy muy interesante. Aunque la verdad, creo que habría preferido no conocer la historia del exterminio de los habitantes de la Isla de Pascua. Nunca he tenido mucha confianza en el ser humano, pero es que a cada día que pasa la situación no hace sino empeorar.
Buf, la historia es tremenda y no sólo por la isla de Pascua. Como especie somos muy brutos.
¿80 marineros con 8 barcos se llevaron cien mil hombres en edad de trabajar? En el siglo XIX. ¿Cómo habrán hecho? Quizás tenían poderes alienígenas.
Por los datos que siguen lo lógico es que fueran 1.000. Concuerda con una población de 3000 para la isla, porque 300.000 iban a estar un poco apretados.