No está mal escrito, pero trama y personajes me han resultado completamente inverosímiles. Un traductor jubilado cambia de señora de la limpieza y empieza una relación con ella. Algo que no cae muy bien a su hija y que provoca que tome una decisión cuestionable. Que los protagonistas se llamen Roberto y Jacinta y que esté trabajando en una nueva traducción de Romeo y Julieta no es casual.
Tiene algunas frases buenas, pero en mi humilde opinión bastantes defectos de estructura. En algunos momentos el protagonista tiene que explicar por qué hace o no hace alguna cosa, básicamente porque no resulta creíble. Personalmente el protagonista se me hizo insoportable, hasta el punto que pensé que habría un giro del guión y que los malos al final no fueran malos, pero no, todo es lo que quiere parecer, que no lo que parece.
Bastante flojilla.
Cuando él se jubiló, hacía seis años, pensó en decirle que no viniera más, ya que ahora tendría tiempo de encargarse él mismo de esas cosas. Pero su hija insistió tanto en que la mujer siguiera viniendo que Roberto, por no oírla hablar más del tema, se olvidó del asunto. En realidad hubiera preferido estar solo. No tener que ver dos veces por semana a la cotilla de Dolores rezongando por la casa y desconcentrándole en su trabajo. Porque él había dejado la editorial pero no el trabajo. Seguía traduciendo a diario. Eso no podía dejarlo. Sería rimbombante decir que la traducción era su vida; se trataba más bien de una particularidad de su carácter, una manía, casi un rito supersticioso que no sabía evitar. Una enfermedad crónica pero leve. Cada mañana, después de desayunar, se sentaba delante del ordenador con una taza grande de café aguado, rodeado de diccionarios, y traducía durante horas. No sabía comenzar los días de un modo distinto: traducía como quien sueña, casi como una prolongación del duermevela de la madrugada. Era una especie de trance. A pesar de no haber vivido nunca de ello, se había hecho un nombre en el mundo de la traducción literaria. Se dedicaba sobre todo a la poesía, pero también había traducido ensayos y alguna pieza de narrativa. Ahora estaba enfrascado en una traducción nueva de Romeo y Julieta. Era un trabajo que hacía por diversión, porque esa obra ya había sido traducida y editada muchas veces. No pensaba en absoluto en publicarla, aunque le parecía que podía mejorar las traducciones existentes, a las que él les encontraba siempre alguna pega.
En suma: le incordiaba mucho la intrusión de Dolores en su casa. Aquella vieja curioseaba como quien respira. Pasando el plumero por todas partes, entrando en todos los cuartos, abriendo todos los cajones, con una inconsciente falta de vergüenza que desarmaba a Roberto. Con total desfachatez. Él era incapaz de concentrarse en su trabajo cuando aquella mujer estaba allí. Era como si hubiera un animal moviéndose en su retaguardia, un gran roedor haciendo sus ruidos, royendo y musitando constantemente.
Aunque, si tenía que ser sincero, tampoco podía decir que Dolores le pareciera una mala persona o le cayera verdaderamente mal. Después de tantos años siendo vecinos, sentía por ella cierto apego y era todo lo educado que podía en su presencia. Pero hubiera preferido no tener que verla dentro de su casa. Hubiera preferido saludarla en la escalera, esa bendita zona franca, ese territorio diplomático donde uno no tiene que ponerse en guardia porque ya lo está. Pero en la casa de uno, en su propio espacio, es muy fastidioso tener que usar la diplomacia. Uno lo que quiere es estar cómodo. Dolores, por su parte, parecía incapaz de entender que otra persona estuviera haciendo cualquier otra cosa que no fuera escucharla.
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