José Manuel Lara, 2006. 346 páginas.
Excelente libro en el que Caballero Bonald hace una introducción que nos situa en los orígenes del flamenco, explica su evolución, analiza los palos y presenta algunos de los cantantes más famosos. Todo explicado de manera sencilla pero con rigor y bien documentado con una extensa bibliografía.
Por otro lado están las maravillosas fotografías de Colita que son una delicia visual (se pueden buscar en internet, hay muchas) y que por la pena de no tenerlas me da rabia tener que devolver el libro a la biblioteca.
Muy recomendable.
Las primeras y vagas incursiones del flamenco en el terreno del folklore, y la misma confusión suscitada por algunos ávidos rastreadores de pintoresquismos, dio motivo a que ciertas canciones y aires bailables andaluces se asociasen con los gitanos, identificando también a estos por el consabido uso de vihuelas, bandurrias, violines, tiples, panderos, etc., que solían emplear los andaluces. Nada más erróneo, sin embargo. Aunque es cierto que los gitanos ejecutaron desde el siglo XVI, con el acompañamiento musical propio de la época, muy abundantes formas de bailes y canciones populares, no por ello hay que mezclar en absoluto esas actividades con las estrictamente flamencas. Dichas actuaciones públicas no eran sino otros tantos medios de supervivencia habitualmente usados por los gitanos y, aunque algo tuvieran que ver con ciertos originarios incentivos en la forja del flamenco, nada en común podían tener entonces con éste.
El flamenco primitivo, el arte gitano-andaluz que aún permanecía desarrollándose en el cerrado círculo caló gaditano-sevillano, no se aventura a valerse de un soporte musical —el de la guitarra— hasta que se abren los primeros cafés cantantes, es decir, cuando el flamenco sale ya decididamente del anonimato. A las iniciales exhibiciones públicas del arte gitano-andaluz le iba bien esa atractiva y complementaria colaboración, todavía indecisa y fluctuante, del primer instrumento de cuerda que podemos llamar flamenco. Pero, a pesar de esas alianzas indirectamente favorecidas por su papel escénico, había cantes cuya misma melodía a ritmo libre y, sobre todo, cuyo sobrio y confidencial carácter de salmodia, les vedaba —y sigue vedando— cualquier presunto sostén instrumental. Son los cantes a voz sola, llamados cantes «a palo seco» —o sea, sin adornos-, definidos por la tona grande, la tona chica, el martinete, la debía y algunas antiguas modalidades de corridos o romances y de pregones o saetas primitivas.
La guitarra flamenca conserva unas claras reminiscencias orientales, entre las que el sistema de acordar las cuerdas en cuarta con tercio en agudo, es de las más relevantes. Resulta particularmente curiosa esta coincidencia de rasgos hereditarios entre el cante y el baile flamencos y el instrumento musical con el que vinieron a asociarse para sus primeras apariciones públicas. Es presumible, de todos modos, que cuando la guitarra flamenca se distancia de la clásica española es porque también ha ido adaptándose técnica y conceptualmente, al mundo expresivo gitano-andaluz, enriqueciéndose poco a poco bajo el estímulo de los nuevos cantes y bailes incorporados a los escenarios.
Al principio, la guitarra sólo podía dar al cantaor dos tonos, mi y la —llamados, en jerga flamenca, «por arriba» y «por medio»- y era tocada valiéndose casi exclusivamente del dedo pulgar. Del mismo modo que la riqueza de matices del cante obligó a que se utilizaran todos los dedos y aun los golpes sobre la caja —sin contar con otros indescifrable métodos paralelos al sortilegio verbal—, se ideó también la cejilla o cejuela, pieza movible adaptable al mango entre dos trastes, para poder equilibrar el tono de la guitarra con la voz del cantaor. Se ha dicho que la voz «afilia» provenía en parte de esa limitación impuesta por la primitiva guitarra flamenca, cuando el intérprete tenía que recurrir a la voz gutural y espesa o desgañifarse para medio conseguir no salirse del tono.
El guitarrista flamenco, el tocaor, ignora por lo común muchas elementales leyes de la música. Pero su prodigiosa intuición creadora vale por todas las teorías que haya podido aprender. Los mismos acordes aparecen elevados, en todo tocaor auténtico, a un rango de excepcionales posibilidades expresivas. La guitarra flamenca —la «sonanta»- da, por así decirlo, un nuevo valor a la música occidental. A veces, un solo trémolo pulsado de una determinada forma posee una capacidad de fascinación sólo equiparable al quejido o al movimiento cuya equivalencia pretendió encontrar.
El complicado universo de factores rítmicos, armónicos y melódicos que se engloban en la guitarra flamenca, parece movilizar una especie de elemento superior, de clave secreta, donde subyace toda la sugestión expresiva latente en ese trasplante instrumental del cante. Sobre el esquema de cada estilo, queda después todo el inexplorado e inagotable universo de las falsetas, auténticas improvisaciones del tocaor montadas sobre una serie de repentinas variaciones melódicas. Como ocurre con los floreos y melismas usados por el cantaor o con los braceos y taconeos del bailaor, las falsetas son la piedra de toque del guitarrista. Si se excede en sus adornos y lucimientos, el toque se traducirá en un inoperante desvío hacia el concertismo, tan impropio del flamenco como los arabescos y gorgoritos de la voz del divo o los gimnásticos alardes del bailarín.
La guitarra flamenca ha evolucionado con singular rapidez y ha llegado a ser magistral-mente dominada en nuestros días, llegando a elevarse -en algunos privilegiados casos- al rango de un instrumento solista. Desde los primeros definidos logros de los maestros Patino y Pérez -verdaderos precursores, en el siglo pasado, del actual toque flamenco-, hasta las inmediatamente posteriores conquistas de un Javier Molina, un Paco el de Lucena o un Ramón Montoya, el papel de la guitarra como complemento de toda manifestación artística flamenca fue adquiriendo una importancia excepcional, paulatinamente acrecentada con los años. Hoy no se conciben el cante y el baile «por derecho» e instalados en su atmósfera precisa -con la sola excepción del mencionado grupo de las tonas— sin esa insustituible y musical correspondencia.
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