Llego a este libro a través del podcast Coffee break en el que los autores -que no salen en la cubierta- colaboran. De una manera sencilla y rigurosa nos explican una teoría que tiene tantos defensores como detractores y que promete estar cerca de la tan ansiada teoría del todo, capaz de encontrar unas ecuaciones que unifiquen toda la física.
De una manera simplificada vendría a decir que las partículas que vemos no son tales, sino vibraciones de unas cuerdas fundamentales que están en un espacio de más dimensiones de las que podemos ver. Esto es posible porque esas dimensiones extra están compactadas y son muy pequeñas. De la misma manera que cuando vemos un hilo de lejos nos parece unidimensional pero si nos acercamos vemos que es tridimensional.
Aparecen también las branas y el universo holográfico, evolución de las teorías anteriores y que nos llevan a pensar en que, si estar ecuaciones están en lo cierto, el universo es todavía más complejo y extraño de lo que nos imaginábamos.
El libro lo explica todo muy bien.
Muy recomendable.
Como ocurre siempre que emprendemos la tarea de «generalizar» las leyes de teorías que conocemos en alguna dirección inexplorada, con el consiguiente riesgo de que algunas de núestras certezas puedan perder sustento, debemos asirnos de algo que, por buenas razones, decidamos preservar a toda costa. Así, nociones tales como la libertad de efectuar cambios generales de coordenadas —esencial en la teoría de la relatividad general—, la conservación de la energía y las leyes de la mecánica cuántica constituirán el puñado de certezas de cuya mano exploraremos la física D-dimensional. Por el contrario, otros aspectos sí serán diferentes a lo que conocemos de la física en el espacio tridimensional y deberemos, pues, resignar algunos de nuestros presupuestos y conocimientos escolares.
La física en un espacio D-dimensional es sorprendente, esquiva a la intuición y es, a su vez —o quizá precisamente debido a ello—, divertida. Comencemos hablando de operaciones geométricas básicas, tales como las reflexiones en un espejo o las rotaciones en tomo a un eje. Resulta difícil imaginarnos que algo sorprendente pueda surgir al lidiar con nociones tan básicas y simples, aun cuando nos propongamos repensarlas en un escenario multidimensional. No obstante, cuando en el lenguaje matemático se empieza a formular de manera sistemática lo que significa algo tan sencillo como una rotación, aparecen sorpresas que llevan a reconsiderar la física de cabo a rabo. Esto deja en evidencia cuántos de los conceptos que creemos naturales e «intuitivos» están, en realidad, viciados de preconceptos que construimos por haber percibido siempre a nuestro entorno como tridimensional. Al fin y al cabo, es eso lo que moldea aquello que llamamos la intuición, educada de la mano de nuestra experiencia cotidiana.
Podemos comenzar contando, por ejemplo, que en un espacio de dimensionaiidad mayor que tres ya no tiene sentido la idea de rotar en tomo a un eje, ya que existe más de una dirección perpendicular a un determinado plano. En tres dimensiones, es equivalente indicar que uno rota en torno al eje z que decir que uno lo hace en el plano formado por los ejes xey. Por el contrario, en cuatro dimensiones estas dos cosas no son equivalentes,
ya que rotar en el plano formado por los ejes x e y puede significar hacerlo en tomo al eje z, pero también hacerlo en tomo al —antes inexistente— eje w; o en tomo a ambos, o un poco en l omo a cada uno de ellos. Un objeto que rota en nuestro espacio tridimensional —pensemos en una pelota de fútbol— siempre lo hace en torno a un único eje, pero en un espacio D-dimensional, con D > 3, este puede rotar en tomo a D-2 ejes simultáneamente. En un espacio bidimensional, por otro lado, un objeto no puede rotar en tomo a nada ya que el eje transversal no pertenece al espacio mismo. Entonces, uno concluye que la noción de «rotar en tomo a un eje» solo tiene sentido, por accidente, en el espacio tridimensional, mientras que en dimensiones mayores lo único que tiene sentido es «rotar en un determinado plano».
Otra idea simple e importante es la relación entre reflexión, rotación y la noción de identidad de un objeto geométrico. Por ejemplo, pensemos en un espacio unidimensional, un mundo en el que solo tiene sentido moverse hacia delante o hacia atrás, pero no de derecha a izquierda ni de arriba abajo. Este mundo estaría poblado de seres tipo lombrices a los que ni siquiera les sería posible ondular, ni adelantarse unos a otros, sino solo moverse en hilera de adelante hacia atrás o viceversa. Supongamos que uno de esos seres se lanza a la exploración de ese mundo y, en su andar, se topa con un extraño objeto, algo parecido a una flecha que apunta hacia la izquierda. Luego, decide aventurarse hacia el lado opuesto hasta que topa con otro objeto, una flecha que apunta hacia la derecha. El ser-lombriz, nacido y educado en su mundo unidimensional, percibirá a las dos flechas como objetos de naturaleza distinta, como si una fuera la inversión especular de la otra, su reflexión, pero nunca advertirá que las
dos podrían ser, de hecho, el mismo objeto, mediante una simple rotación en el plano que es incapaz de concebir. Su intuición no se forjó en un marco de familiaridad con la existencia de una segunda dimensión espacial, por lo que no puede imaginar a una de las flechas como rotación de la otra. Un ser bidimensional, en cambio, lo encontraría evidente: en efecto, las dos flechas son el mismo objeto aunque ubicado en dos posiciones diferentes; una flecha hacia la derecha es el resultado de haber rotado 180° en
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